Durante el resto de la semana no hubo rastros del acosador, para el viernes por la mañana, ya comenzaba a considerar que todo había sido idea mía y que quizá solo imaginé el flash de una cámara. Mientras tanto, aunque me esforzara por tomarme un descanso, y no buscara mantener todo bajo control como habitualmente lo intentaba, no pude evitar querer meter mis narices en los últimos preparativos del baile y confirmar que todo estuviera saliendo como estaba previsto.
El bolso lleno de libros pesaba sobre mi hombro, pero no es suficiente para quitarme la sonrisa de la cara. Sería un día genial y productivo, primero porque había escrito el borrador de mi primera solicitud para la universidad y segundo porque acababa de salir del despacho del director para confirmar que cada cosa había salido como habíamos querido, y que todo estaba en perfecta disposición para el baile.
Pero el tema de la solicitud a la universidad era lo que realmente hacía cosquillas en mi estómago.
Y eso se debía a que, prácticamente, llevaba media vida soñando con ir a una universidad de música y convertirme en una grandiosa productora.
Y todo había comenzado por un pastel de chocolate y una tortuga. Porque, a los nueve años, cuando mi tortuga Hércules murió, mi padre me recogió de la escuela con un pastel de chocolate—El regalo de consolación por cada mala noticia que tuviera—Pero, para consolarme, además del pastel, había decidido comprarme un casete de música.
Esa tarde cuando subí a mi habitación para continuar con el duelo de Hércules, decidí que él hubiera preferido verme feliz a llorando en la cama, así que fui a por el casete y dejé que la música me invadiera.
Y entonces ese fue el momento donde me di cuenta; cuando el mundo se parecía volver deprimente y oscuro, la música podía teletransportarte a universos nuevos. Con la música podía interpretar mejor mis emociones, con la música podía bailar hasta olvidar cual era el motivo de mi tristeza, con ella podía perder el tiempo y no se sentía de esa forma. Con la música había encontrado una nueva motivación.
Me volví una autodidacta realmente buena, tanto así que mi tía Anabel no dudó en inscribirme en un curso de música, a pesar de las quejas continuas de mis padres. Años después, me animó para hacer las pruebas de ingreso al KMH, y bueno, el resto ya era historia repetida; no había dejado de vivir la música desde entonces. Mi esfuerzo sería recompensado algún día.
Al salir de clase todavía tenía esa idea rondando por la cabeza. El invierno comenzaba a hacerse presente y al salir del instituto, se me congeló el cuerpo mientras esperaba que Peter pasara a recogerme.
—¿Cómo ha estado el día? —me preguntó después de cerrar la puerta.
—Atareado, pero estoy contenta porque dentro de unos meses recibiré la respuesta de la universidad.
—Estoy seguro que vas a conseguirlo, ninguna universidad desaprovechará tu talento.
Había trabajado mucho para que mi carta de presentación a la universidad de Julliard fuera lo suficientemente buena como para ser aceptada. No obstante, había un pequeño punto en contra y es que no me gustaría estar tanto tiempo lejos de Sarah y de mis amistades. Cinco horas y medias de distancia. Por ese mismo motivo, también había enviado mi carta a otra universidad más cercana.
Afortunadamente, Duquesne tenía un buen programa de música, y aunque no me hiciera babear por las noches como lo haría el programa de Juilliard, al menos era regular y decente.
Llegué a casa cuando el reloj electrónico del coche marcaba las seis y media, me despedí de Peter con un gesto y al entrar a casa, observé que mi padre no estaba y que mi madre se encontraba entretenida hablando por teléfono. Me encaminé a la cocina con pasos silenciosos y observé el plato que Susan me ha dejado para la cena; espaguetis con salsa de pimienta y albóndigas de avena.
Era obvio que no se iba a tomar el nuevo menú de la nutricionista a la ligera.
Pese a que no me gustase la idea de embullarme todo ese plato gigantesco, hice el esfuerzo por comer la mitad de los espaguetis y dos albóndigas y media. Estaba dejando todo dentro del lavavajillas cuando mi madre reaparecía sonriente.
—Petit Renge—saludó desde el marco de la puerta. —¿Qué te trae tan temprano por casa?
—He terminado con mis clases antes de previsto ¿Por qué tan contenta?
—¿Ya no puede estar una estar contenta en su propia casa?
Me encogí de hombros mientras me recosté sobre la mesada.
—No lo reprendo, solo digo que me parece extraño.
Mi madre me miró con los ojos entrecerrados y ladeó la cabeza, adentrándose a la cocina para ir directo al refrigerador.
—Por cierto, tu padre me dijo que ya habías leído el Word que te envíe con los demás programas de Lyon—Sacó una botella de vino y la dejó sobre la mesada buscando una copa.
—Sí, ya me fijé—contesté—Pero a pesar de que los programas de bienes raíces son buenos, me sigo quedando con los de música.
Miré de reojo a mi madre, simulé terminar de lava los platos mientras ella bebe de su copa.
—Ya sabes lo que opino de eso.
—Es lo que me gusta. —defendí.
—Lo sé, pero perfectamente podrías interesarte un poco más en otras carreras —reprochó—. En alguna donde puedas desarrollar más tus habilidades y puedas generar un cambio en el mundo.
Y ahí íbamos de nuevo, otra vez la misma conversación con las mismas intensiones. Mi madre, al igual que mi padre, había estado orgullosa de mi desde siempre, pero aunque no lo demostrara tan transparentemente, ese orgullo se desmoronó un poco cuando le dije que me gustaría estudiar música; no economía, no finanzas, no una carrera que me obligara a empoderarme dentro de un ambiente tóxicamente masculino y donde pudiera ser un ejemplo para demás mujeres. Solo música.
Pero no me malentiendan, admiraba a todas aquellas que decidieran emprender y plantarle cara a los individuos que subestiman la capacidad de uno solo por el sexo biológico con el que había nacido. Había mujeres que con el paso de los años, se habían vuelto el ejemplo y la inspiración de otras al luchar por sus derechos y abrirse camino en un oficio que quizá, hasta ese entonces era solamente liderado por los altos egos masculinos.