La suave luz de las lámparas de latón envejecido iluminaba el encanto victoriano de la biblioteca, tiñendo de un cálido ámbar las estanterías de caoba. Whisper se deslizaba entre los pasillos, ordenando libros mientras tarareaba una vieja melodía que sólo él y los ratoncitos de la escalera escuchaban mientras cumplía con su rutina vespertina, sin dejar rastro de polvo tras de sí.
Una sensación cálida invadió el frío cuerpo de Whisper al observar a una joven de rizos castaños absorta en un libro de cuero. Solo le faltaban un par de páginas para terminarlo y apuraba los últimos minutos antes de que cerraran. El alegre espíritu empujó un poemario hacia su codo con la discreción que le caracterizaba, sabiendo que sería la lectura perfecta con la que continuar. Pocos minutos después, con los ojos empañados en lágrimas, la joven cerró el libro y suspiró con la mirada aún fija en la tapa trasera. Fue a levantarse de la mesa para devolver el libro a su lugar cuando, sorprendida, descubrió el poemario justo a su lado. Nada más verlo, sonrió y comenzó a hojear las primeras páginas. Eran momentos como ese los que hacían que el trabajo de Whisper valiera la pena. Cada vez que acertaba con un libro, era como sentir un abrazo que le traspasaba el corazón. Y sin provocarle escalofríos a ningún lector.
De repente, cuando la chica recogía sus cosas para marcharse a casa con su nueva lectura, las puertas de la biblioteca crujieron al abrirse de golpe. Una ráfaga de brisa otoñal entró en la biblioteca con un remolino de hojas caídas y aroma a petricor y humo de leña. Una recién llegada entró sacudiéndose como un perro labrador y pisoteando el suelo en el felpudo para quitarse los restos de barro.
Cuando se bajó la capucha del impermeable, unos ojos verdes, frescos como la primavera, iluminaron la entrada. Whisper percibió su energía de inmediato como un relámpago: era vibrante, decidida y estaba llena de poesía y letras. La chica recorrió el interior de la biblioteca con curiosidad infantil haciendo que el corazón incorpóreo de Whisper latiera con la agitación de un colibrí. Él se escondió entre las estanterías, observándola muy atento. Los ratoncitos de debajo de la escalera musitaban entre ellos, confirmando la misma el mismo pensamiento de Whisper: era, sin duda, una guardiana de historias. Hacía tanto tiempo que no sentía tanto amor por los libros en aquella biblioteca que a punto estuvo de bajar la guardia y volverse visible sin querer.
Después de un rato más observándola, Whisper comprendió que aquella chica debía ser Lyra, la nueva bibliotecaria voluntaria que Oakville había estado esperando durante tanto tiempo. Cuentia, la vieja archivera, ya no tenía la vista para distinguir el título de ningún libro, y mucho menos la espalda para cargar con ellos. A Whisper le gustaba ayudarla, pero ya empezaba a sospechar de su presencia.
Lily se acercó al mostrador con una sonrisa que centuplicaba la luz espectral de la última hora de la tarde y de las lamparitas de latón. La vieja archivera levantó la mirada velada y se quitó el auricular que siempre tenía pegado al oído. Desde que su nieta le había hablado de los audiolibros, sus ojos cansados no habían vuelto a ser un impedimento para su sed de historias.
Whisper observó a Lyra moviéndose por la biblioteca, ordenando, reorganizando y charlando con los libros como si fuesen objetos con entidad propia. El espíritu percibió en ella un amor tan profundo por la literatura que igualaba al suyo propio. Mientras Lyra trabajaba, tarareaba una melodía que a Whisper le resultaba extrañamente familiar: era la misma que él había estado tarareando un rato antes. No pudo evitar sonreír y hacer piruetas en el aire, bailando junto al techo con el murciélago más joven.
Quizás, pensó Whisper, aquella nueva incorporación al equipo sería la clave para reavivar la pasión del pueblo por la lectura y que volvieran los susurros a su amado hogar.