Una Bruja De Cuidado

CAPÍTULO 2

New York, Estados Unidos, nueve años después...

Elizabeth corría por las calles de New York como si la persiguiera el demonio, llevaba diez minutos de retraso para entrar a trabajar. Sabía que su pellejo estaba en juego, su jefa era la persona más alérgica a los seres humanos que podía existir, era la típica rencarnación de Meryl Strepp en la película “El diablo viste de Prada...” Elizabeth juraba que la muy bruja tomaba clases de ahí o era una psicópata que no tenía sentimientos ni remordimientos. Todos sus compañeros la apodaron “La hija bastarda del diablo” y todos se quedaban cortos, la muy cretina se creía el ombligo del mundo. Estaba segura que cuando le contara a su jefa que su hijo había olvidado su proyecto escolar y se pasaron toda la noche haciéndolo no le iba a importar, de hecho, ni siquiera la iba a dejar que terminara de hablar.

—Maldita la hora en que no se me otorgó dominar el tiempo... —siseó en voz baja.

Un coche pitó haciendo que se sorprendiera y pegara un brinco derramando parte de su café en su blusa blanca.

—¡Joder y como quema! Ahora necesito quitarla.

Elizabeth miró a ambos lados y como siempre vio que todas las personas a su alrededor andaban en su mundo, todos parecían que corrían y eso era lo que amaba de la ciudad, que nadie parecía detenerse nunca. Con cuidado pasó su mano cerró los ojos unos segundos y en su mente susurró: Fit álbum iterum. La sombra desapareció a la vez que su mano recorría la mancha.

Posibilidades de ser bruja, su ropa nunca estaba manchada o sucia, su cabello siempre tenía un brillo especial y nunca se erizaba, si veía un conjunto que le gustaba solo tenía que cerrar los ojos y mirarse en su interior, al momento aparecía en su cuerpo el diseño que deseaba. Con el tiempo su tía materna la enseñó a cambiar el tiempo meteorológico, a que los objetos volaran hasta ella, a decir hechizos sin siquiera abrir la boca y a mil formas de hacer su vida un poco más cómoda. Lo único que nunca había podido lograr era cambiar la actitud de su jefa; su tía le tenía prohibido cambiar a las personas, porque nunca podía saberse que consecuencias podía suceder.

 Un suspiro escapó de sus labios cuando cruzó la calle y entró en su edificio. Vio la larga fila que había para tomar el elevador y soltó un gruñido corriendo por las escaleras. Cinco minutos después llegaba al noveno piso del edificio, con la lengua afuera igual que un perro sediento y sudando como un puerco. Chasqueó los dedos y las gotas de sudores desaparecieron de su rostro y de su camisa empapada. Abrió la puerta con una sonrisa y esta se borró cuando vio que sus compañeros negaban con la cabeza, eso solo significaba algo, la bruja ya estaba montada en su escoba.

—Permiso... —dijo en un susurro abriendo la puerta para ver a la Hija de Satanás sentada en su trono detrás de una inmensa mesa de cristal.

—Llegas tarde —siseó su jefa sin mirarla.

—Lo siento, tuve unos... —La mujer levantó la mano haciéndola callar en el acto.

 —¿Te he pedido que me cuentes tu vida? —gruñó de mala manera levantando por primera vez la mirada hasta Elizabeth— Esta es la tercera vez que llegas tarde en un mes, creo que debo despedirte, Lisandra...

Elizabeth sintió que la rabia la recorría, aquella mujer la trataba como si fuera un trapo.

«¿Pero quién carajos se cree esta mujer dios mío? ¿Acaso es la descendiente perdida de la reina María Antonieta y yo no me he enterado? Madre perdóname, pero esta se merece dos velas negras para que le dé una mala suerte que se va acordar hasta del nombre de todos los que ha maltratado»

—Es Elizabeth.

—¿Disculpa? —preguntó su jefa sin creérselo abriendo los ojos de la sorpresa.

—Mi nombre es Elizabeth, Lisandra fue su última secretaria, es decir la que estaba antes que yo.

La mujer apoyó las manos en su buró y miró a Elizabeth como si hubiera perdido un tornillo, se levantó de su puesto y sus fosas nasales se abrían con cada respiración que tomaba.  

«Uy... uy... uy... Que esta me tira por la ventana, mierda, justo hoy no traje mi escoba»

—¿Cómo te atreves? —gritó la mujer.

—¿A decirle nombre correctamente?

—¡A dirigirme la palabra sin pedírtela! ¿Quién te crees qué eres niña?

—Elizabeth, ya se lo dije —la joven hizo una mueca con los ojos y entrecerró los ojos al ver que todos sus compañeros la miraban asombrados desde los cristales de afuera.

—¡Despedida! ¡Y nunca se te ocurra volver a poner un pie aquí!

—¿Le dejo el café encima de la mesa? —preguntó Elizabeth sin inmutarse por su despido.

—¿Crees qué me importa donde dejas el puto café? ¡Desaparece de mi vista maldita sucia de barrio bajo! ¡Y llévate ese asqueroso café que me traes todos los días!

—Pero es el que me pide usted, ¿qué culpa tengo yo que sea una amargada y le guste sin azúcar?

La mujer tomó el teléfono que estaba en su mesa y marcó un solo número antes de comenzar a gritar:

—¡Seguridad! ¡Hay una loca en mi oficina!

Elizabeth sonrió...




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