Una Bruja De Cuidado

CAPÍTULO 4

«¡Maldita curiosidad!, ¡maldito su corazón!, ¡maldito el puto universo que la hizo poner en San Google el nombre de él!»

¿En serio pensaba tenderle una trampa cuando el solo verlo le había humedecido hasta las bragas? La última vez que lo vio fue el día que salió de aquella aula sintiendo que su vida se desmoronaba; ya no era ese joven con alguna que otra espinilla en el rostro, ni con el cuerpo casi sin músculos. ¡Pues el condenado era mucho más! ¡Jolines! ¿Cómo se podría vengar del dios en el que se había convertido? No le saldrían tres palabras al verlo, estaba segura que ni de santos conjuros se acordaría y que quedaría como una lela. Los nervios que tenía el día anterior daban risas comparado con los que sentía en su interior en esos momentos, su estómago parecía que había sido asaltado por elefantes saltando al trampolín.

Sentada en un Starbucks se aferraba a su taza de café como si el vapor caliente que emanaba de este la mantuviera anclada a tierra firme. Miró su reloj y vio que aún faltaban quince minutos, sabía que si Jireh era inteligente llegaría ante de tiempo para estudiar el entorno; y no se equivocó, parecía que la había convocado con el pensamiento.

Supo que era ella por esos ojos tan peculiares que reconocería en cualquier lado, porque eran los mismos que había heredado su hijo Dylan, un ojo azul y el otro negro, carente del iris. Pensar en él le oprimía el pecho, nunca estaba separada de él más de una noche, pero no podía arriesgarse a llevar a su hijo cuando era una fotocopia de la familia Paveé, eso sería condenarse a que la descubrieran. Vio como Jireh se sentaba en una mesa apartada del resto y sonrió, justo lo que ella hubiera hecho.

—Mmmm.... ¿Debería ir ya? Nop, mejor le doy más dramatismo.

Esperó con paciencia a que pasara los quince minutos y notó como su teléfono vibraba, lo volteó para leerlo y sonrió.

«Estoy aquí»

Con cuidado se colocó los espejuelos para ver, aunque su magia era poderosa no pudo esquivar la miopía producto de los ordenadores, y desde entonces vivía con ellos. Con su cabello suelto hasta la cintura, con un rojo que sacaba suspiro de las mujeres y levantaba pasión, un pantalón negro ajustado, una camisa rosada palo y unos zapatos a juego se levantó decidida a ganar.

—¿Me puedo sentar? —le preguntó a Jireh en español y esta abrió los ojos de la sorpresa cuando se la encontró.

Jireh se levantó y le tendió la mano, Elizabeth se la estrechó con amabilidad y una sonrisa forzada.

—Por favor siéntate.

—Gracias.

—No sabía que hablabas tan bien el español. Pensé que eras nativa americana.

—Y lo soy, pero mis padres crecieron en Tenerife —mintió con un descaro que le sorprendió.

—Vaya, entonces casi eres española —trató de bromear Jireh, pero Elizabeth solo asintió.

—Al grano, —la cortó antes de que siguiera— ¿hace cuánto recibes amenazas?

—La primera fue hace un año, manipularon de forma manual uno de mis carros de formula una...

—¿Hace un año? ¿De forma manual? —preguntó extrañada.

—Pensábamos que era un caso aislado porque una de las encargadas de mantenimiento asumió la culpa supuestamente por un ataque de celos, pero después de unos meses nos contactó para decir que fue obligada y que debía hablar con nosotros.

—Presiento que no lo pudo hacer.

—Exacto, amaneció muerta el día siguiente en su celda. Parecía un suicidio, pero algo me dice que no.

—¿Qué más ha sucedido?

—Hace unos meses antes de dar a luz a mi hija me puse a crear nuevos diseños, algunos coches de fórmula una y otros de tanque de guerras con tecnologías avanzadas.

—¿Tanques de guerras? ¿En serio? —preguntó Elizabeth con una ceja levantada.

—Mi esposo es militar, puede que me haya vuelto un poco sobreprotectora. En fin, que han estado a punto de robar los planos, nos han hackeado tanto los móviles privados como el sistema operativo de la empresa.

—¿Qué hicieron después de que los hackearon?

Elizabeth la miraba con tal seriedad que Jireh sintió que la recorría un escalofrío, y eso en ella era poco común.

—Reforzamos el sistema de la empresa y cambiamos nuestros móviles.

—¿Me escribiste desde tu teléfono nuevo? —Siseó Elizabeth y miró a ambos lados con discreción.

—Sí, ¿hice mal?

—No mires a ningún lado ¿vale? Solo sígueme la corriente.

—Vale, vale... ¡Pero! ¿qué has hecho? —gritó Jireh cuando el café caliente que había pedido calló sobre su camisa por un aletazo de Elizabeth.

Esta se levantó con aparente preocupación y tomó una servilleta para limpiarle la mancha.

—¡Señorita! —le gritó a la joven mesera— ¿Me puede indicar donde está el baño? Mi amiga se ha derramado el café.

—Será... —Jireh se calló al sentir que Elizabeth le apretaba el cuello por detrás.

—Al final de la barra a la derecha.

—¡Gracias! Vamos querida, es hora de quitarse esa mancha —susurró la bruja con amabilidad.




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