Hoy era mi día de descanso, así que había salido a dar una vuelta con Juli, decidimos ir por un café y luego iríamos a ver una película. Entramos a la famosa cafetería Le Classique y nos sentamos en una de las mesas que daban hacia la ventana.
—No lo puedo creer —escuchamos a alguien decir—. ¿MinJi y Juliana? —una chica de cabello corto nos miraba con cara de felicidad absoluta, mis cejas se alzaron al verla y de inmediato me levanté a abrazarla.
—¡Becca! —dije, casi con demasiado entusiasmo. Juli al reconocerla se lanzó encima de esta y no se separaba, tenía lágrimas en sus ojos, supongo que extrañó tanto a Becca como lo hice yo.
—Bueno, ¿y qué les parece el lugar? —preguntó Becca refiriéndose a la cafetería.
—Está precioso, Bec.
—Lo hiciste increíble —le guiñé un ojo.
—Gracias, chicas.
Becca se levantó y nos explicó que tenía cosas que hacer, pero que luego nos reuniríamos de nuevo para poder hablar más tranquilas. Después de que Bec se fuera, ordenamos unos cafés junto con un delicioso desayuno y pasamos toda la mañana metidas en la cafetería.
Juli se había salido a responder una llamada, mientras yo esperaba dentro del local.
—MinJi, creo que tendremos que posponer la película —dijo, cuando volvió a entrar—. Me acaban de llamar de la compañía de mi papá y debo volver a ayudarlo ahora, surgió algo de imprevisto.
—Claro, entiendo.
Tomamos nuestras cosas y salimos de la cafetería.
—Lo siento, enserio —me dio un beso en la mejilla y salió casi corriendo.
—¡Cuídate!
—¡Lo haré!
Decidí comenzar a caminar por el lugar, dar una vuelta por el parque tal vez, no estaba segura, cuando sentí cómo algo se pegaba a mi pierna, asustada dirigí mi mirada hacia abajo, pero toda preocupación fue reemplazada por una gran sonrisa.
Una pequeña de rizos dorados y ojos esmeralda me miró sonriente mientras movía sus manos torpemente.
—Hola. Mini —logró expresar lentamente y como pudo en lengua de signos. Sonreí, pues mis clases con ella estaban dando frutos y eso que solo habían pasado unas cuantas semanas.
—¡Maggie! ¿Qué haces aquí? —la cargué y recibí un beso en la mejilla de su parte—. Oww, nunca antes me habías dado un beso. ¿Ya me gané tu corazón? —le pinché justo donde este se encontraba y la pequeña se rió asintiendo.
—Maggie, te he dicho que no te soltaras de mi mano —le reprochó una voz profunda—. ¿Sabes lo asustado que estaba?
—Lo siento —la pequeña hizo un puchero. Volviendo a comunicarse como le había enseñado. Maggie era una niña sin duda inteligente, aprendía rápido.
—Yo también lo siento, cariño —el señor Astley le respondió de la misma manera. Cuando de repente arrugó las cejas a más no poder y la miró con confusión, sin entender como Maggie sabía disculparse en lengua de signos—. ¿Cómo…? —Él señor Astley estaba tan sorprendido como yo, pues era la primera vez que lo veía usando el lenguaje de signos. Y eso me hizo cuestionarme porque él no le había enseñado a la niña. Su mirada se suavizó y le sonrió a su hija, y fue hasta después que este se dio cuenta de mi presencia y de que tenía a su hija en brazos—. ¿MinJi? ¿Qué hace aquí?
—Hola, señor Astley, también me alegra verlo —dije, sarcástica.
Es tu jefe, MinJi, recuerda.
—Ah, discúlpeme, estaba tan agitado que no me di cuenta que estaba aquí —se excusó—. Hola —arrugó un poco la nariz y sonrió con complicidad.
—Hola —sonreí de la misma manera.
—Tengo la leve sospecha de que fue usted quien le enseñó a mi hija a comunicarse con lengua de signos —sonrió de lado, casi con orgullo.
—Sí.
Lo dije casi en un susurro, llena de vergüenza. Nos mantuvimos en silencio sin despegar la mirada del otro, no fue nada incómodo. Maggie nos miraba con confusión, trasladando su mirada desde su padre hacia mi.
—¿Desea comprarle una rosa a su esposa, señor? —la voz de un vendedor nos sacó de nuestros pensamientos, haciéndonos reaccionar.
¿Qué fue eso?
El amor, querida.
—¿Disculpe?
—Si desea complacer a su bella esposa con una rosa.
Al terminar de escuchar lo que decía el vendedor, comencé a toser dramáticamente y el señor Astley comenzó a reírse con nerviosismo.
—No, señor, no estamos casados —le aclaró.
—¡¿No?! Tonterías —lo regañó—. Si quieres su mano debes pedírsela rápido, muchacho, la dama se puede cansar de esperar —sacó una rosa y me la entregó—. No se preocupe, señorita, los hombres a veces somos lentos. Pero se que lo que ví.
Y sin más el señor se fue. Miré la rosa en mis manos y comencé a reír por lo que había pasado. El señor Astley seguía rojo y con la mirada gacha.
—Así que, ¿nos casamos? —dije, extendiéndole la rosa, con una sonrisa burlesca en mis labios. El señor Astley me miró aún más rojo y al verlo así no pude evitar estallar en risas.