Una esposa para el conde

CAPITULO 1

Boston, 1817

Aquella fría mañana de otoño, Anabelle Madison subía volando las escaleras hacia la puerta principal de la gran residencia ubicada sobre una de las calles más lujosas de la ciudad. A base de astucia, se había hecho con una copia de llave y tan rápido como subió los escalones, ingresó al vestíbulo, mientras reprimía una risa de satisfacción. El mayordomo la observó con los ojos abiertos, pero, ante la tácita amenaza que le propinó con la mirada, solo se dignó a acompañarla hasta el pie de la escalera que conducía a las habitaciones.

La dama de veintidós años era una aristócrata americana feliz y despreocupada, que ocupaba su tiempo libre importunando al caballero que residía en la mansión donde estaba irrumpiendo sin permiso. Era asombrosamente bella; una dama pelirroja de enormes ojos azules y piel muy blanca que durante toda su vida había atraído las miradas de todo el mundo, aunque no le había dado importancia a ninguna persona en particular, hasta que conoció a lord Thomas Cromwell, conde de Essex.

Sin embargo, aunque era una gran entusiasta por la vida y hacía las cosas con una intensidad que hechizaba a los jóvenes de su círculo, al único que no lograba encantar era al hombre que había decretado sería su marido.

Llegó a la puerta del dormitorio de Thomas, abrió con sigilo y la cerró sin hacer ruido detrás de ella. El único sonido que se oía era el crepitar de un fuego. Con el ceño fruncido, entró al amplio dormitorio donde la hoguera ardía en la chimenea y un hombre rubio, ataviado en una bata, estaba sentado en un sillón con una carta en la mano. El hombre alzó la mirada de color cielo, arrugó la frente y resopló con exasperación.

—¿Qué hace aquí? —increpó de inmediato, poniéndose de pie para dejar entrever su altura y un cuerpo atlético de hombros anchos—. ¿Cómo entró?

—¿Esa es su manera de darme la bienvenida, conde? —inquirió la dama con una sonrisa malévola y tono irónico—. Pensé que los ingleses, por excelencia, eran los más educados del mundo.

—Señorita Madison…

—Dígame Anabelle, o Ana como lo hace mi padre. Ya se lo he pedido muchas veces.

—Las mismas que le he respondido que no es correcto. —Thomas resopló con exasperación, se cruzó de brazos y arqueó una ceja. Su cabello rubio estaba desordenado y lo hacía ver endiabladamente atractivo—. ¿Y bien? ¿Qué hace aquí, señorita Madison?

Miss Anabelle, como todos le decían en la ciudad, lo estudió de pies a cabeza con sus refulgentes ojos azules. El corazón le dio un pequeño vuelco al verlo como estaba: con el torso amplio diestramente a la vista, la cintura estrecha donde se anudada la bata color azul noche y el pelo desprolijo que le daba un aire de rebeldía que le encantaba.

De forma inesperada, hábilmente se arrojó sobre Thomas, rodeándole el cuello con los brazos y amagó con darle un beso.

Perturbado, el caballero tuvo tiempo de sortear la perplejidad del que fue presa por aquella inesperada reacción de la dama, y esquivó el rostro. Con los brazos paralizados a los costados de su cuerpo y presionando sus manos en puño para no caer en la tentación de tocarla, miró con disimulado enojo a la joven que reía divertida.

—Señorita Madison, haga el favor de soltarme —moduló lo más calmado posible. No quería darle alas a la joven, pero tampoco quería ser descortés y avergonzarla—. Por favor, Anabelle, esto no es correcto, ya lo hemos discutido muchas veces… —susurró con suavidad, mirándola suplicante a los ojos.

—¿Por qué me sigue rechazando? —inquirió con curiosidad la joven, soltando el cuello del conde. De pronto, sonrió y ladeó el rostro—. Sé que no le resulto indiferente, que le gusto, mas no termino de comprender sus motivos para seguir rehusando a aceptar mi compañía y sus propios sentimientos.

—Ya se lo expliqué muchas veces, señorita Madison. Usted es una dama soltera que no debería estar aquí, en la habitación de un hombre. ¿Acaso no lo comprende? ¿Su madre no le ha enseñado?

—No tengo madre —retrucó con fastidio—. Y para el caso, estoy segura que esos prejuicios suyos, solo les importan a las personas de su país. Aquí es diferente, conde.

—Quiere decir, que las damas de su estatus y edad, ¿abordan a los caballeros en sus habitaciones frecuentemente? ¿Asaltan residencias ajenas sin permiso? Y ya que estamos conversando como son las cosas aquí, ¿cómo ha entrado? —le cuestionó Thomas, un poco irritado porque la dama no terminaba de comprender el peligro al que se exponía, asechándolo con insistencia de aquella manera.

Anabelle emitió un largo suspiro, recobrando la compostura que casi perdió al oírle mencionar a su madre. Sonrió.

—Tengo una llave —reveló sin ápice de remordimiento—. Y el servicio me conoce desde pequeña, nadie osaría impedirme entrar. —Se encogió de hombros.

Essex abrió los ojos de par en par.

—¿Qué tiene una llave de mi casa? ¿Con qué derecho?

—Con el derecho de que esta casa, es propiedad de mi padre, conde —respondió con descaro, cruzándose de brazos.

—Pues debo recordarle que a su padre le pago renta, y tenemos un acuerdo escrito que, al parecer, tendré que dar por concluido hoy mismo. —Thomas respiró hondo para no ser descortés y, con aplomo dijo—: Si es tan amable de esperar en el salón, me vestiré y bajaré junto a usted. Beberemos el té y tendremos una importante conversación…




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.