Tres semanas para Navidad
Violet
El eco de mis tacones resuena con urgencia en el pasillo semivacío. Cada paso es una carrera contra el reloj, contra los pensamientos que se arremolinan en mi cabeza desde que recibí aquella llamada del preescolar.
—La necesitamos con urgencia, señorita Johnson —había dicho la profesora, con una voz tan seria que hizo que todos los papeles se me escurrieran de las manos.
Con el permiso de mi jefa, abandoné mi puesto sin mirar atrás. Ahora, envuelta en mi abrigo de lana y con la bufanda ajustada al cuello, avanzo por el pasillo, sintiendo el frío colarse hasta mis huesos, aunque quizás es solo el miedo disfrazado de invierno.
¿Qué pudo haber pasado con Emilia?
Mi pequeña no es problemática. Al contrario. Es una niña sociable, dulce, generosa, es... mi pedacito de cielo.
Mi milagro, con sus rizos dorados y sus ojos verdes que heredo de mí. La he criado sola, con todo el amor que me queda desde que su padre desapareció en el aire como el humo del cigarro que dijo ir a comprar. Dos líneas azules bastaron para espantarlo. Dos líneas... y una vida que él se negó a asumir.
Mi corazón late como un tambor. Sea lo que sea, lo sabré cuando llegue.
El guardia del edificio, siempre atento, se adelanta a abrir la puerta principal.
—Hasta mañana, señorita Violet —dice con una sonrisa cálida, como si no notara el huracán que cargo dentro.
—Hasta luego, Charlie. Que tengas un buen día —respondo con amabilidad mecánica, aunque mis pensamientos ya vuelan hacia otro lugar.
Subo a mi Mini Cooper, enciendo el motor y parto a toda velocidad. La ansiedad me presiona el pecho como un cinturón demasiado ajustado.
¿Por qué no pudo decirme simplemente de qué se trataba?
—Es algo delicado —respondió. Solo eso.
Bufo, molesta, y adelanto por la pista rápida. El cielo gris amenaza con lluvia, como si incluso el clima intuyera que algo importante está por ocurrir.
Minutos después, estaciono en el espacio asignado a los apoderados. Me cuelgo el bolso al hombro y bajo del auto. Apuro el paso por el asfalto húmedo, subo las escaleras y me detengo un instante frente al mural de los recuerdos: dibujos infantiles decoran la pared con colores torcidos y corazones sinceros.
Ahí está el de Emilia Johnson, 5 años.
Un dibujo sencillo: tres figuras tomadas de las manos. Una mujer a la derecha, un hombre a la izquierda, y al centro, una niña de cabellos rubios y grandes ojos verdes.
El nudo en mi garganta es inevitable. Sé lo que representa, sé lo que desea.
Pero no puedo dárselo.
No después de todo lo que viví.
He intentado tener relaciones. Una que otra conquista, sí... pero siempre lejos de Emilia. No quiero que se encariñe con alguien que, al final, termine marchándose.
Los hombres me han demostrado una y otra vez que no saben quedarse.
Y yo... ya no me arriesgo.
Respiro hondo y continúo por el pasillo hasta su sala. La veo a través de la ventana, tan sonriente, conversando con sus compañeros. Qué hermosa es mi niña. Cuánto la amo.
Una maestra me intercepta.
—Buenos días —dice con un gesto educado.
—Buenas. Dígame, ¿dónde debo ir?
—Siga por este pasillo. Gire a la derecha y encontrará la oficina de reuniones.
Asiento y me acomodo el bolso al hombro con más fuerza de la necesaria. Golpeo suavemente la puerta de madera, y unos segundos después se abre. Una mujer de expresión amable me recibe.
—Bienvenida, señorita Johnson. Por favor, tome asiento.
Me acomodo en una poltrona de terciopelo turquesa que parece sacada de una película navideña. Frente a mí, para mi sorpresa, está Henry Jones.
¿Henry? ¿Qué hace él aquí?
Él también me mira y sonríe con esa arrogancia contenida que parece venir de serie en algunos hombres guapos. De haber sido otra, habría caído rendida. Pero no. A mí no me impresiona... Bueno, salvo por esa maldita heterocromía que le da un aire misterioso. Un ojo verde, uno miel.
—Los he citado aquí por algo puntual —comienza la profesora, al sentarse frente a nosotros—. Como saben, se acerca una fecha especial. Navidad es tiempo de unión, de generosidad, de familia.
Asiento, aunque no entiendo qué tiene eso que ver con nosotras.
—Ayer, junto a mi colega, les pedimos a los niños que escribieran su deseo de Navidad. La mayoría pidió juguetes —dice, antes de suspirar—. Pero sus hijos... sus hijos desearon algo que me partió el alma.
Mi corazón se acelera.
—Su hija, señorita Johnson, pidió un padre. Y su hijo, señor Jones, pidió una madre.
El silencio que sigue es tan espeso que podría cortarse con tijeras.
—¿¡Esa es la urgencia!? —exclama Henry, levantándose de golpe.
—Por favor, siéntese —responde la maestra sin inmutarse.
Henry se deja caer en el asiento, visiblemente incómodo, frotándose el puente de la nariz.
—En tres semanas será la obra navideña —continúa—. Sabemos que originalmente ustedes actuarían solo con sus hijos, pero dadas estas circunstancias... hemos decidido que presentarán la obra juntos, como si fueran una familia.
—¡¿Qué?! —me incorporo de un impulso.
—Así como lo oye. Tienen tres semanas para preparar la presentación.
—Nosotras teníamos todo planeado —digo indignada.
—Y yo también. Esto es absurdo —añade Henry.
—No es una sugerencia —dice la profesora con firmeza—. Es un requisito para participar. Todos los niños actuarán con ambos padres. ¿De verdad quieren que sus hijos sean los únicos en escena sin una familia completa?
Muerdo mi labio inferior.
Tiene razón. Maldita sea.
No había pensado en eso.
Mi niña... tan valiente, tan alegre. ¿Cómo se sentirá al ver a todos sus amigos acompañados de mamá y papá, mientras ella está sola?
Miro a Henry. Él me mira de vuelta, frunciendo los labios. Finalmente, dice: