La Navidad es una puerta mágica. Una invitación a soñar despiertos. Es el único momento del año en que los anhelos más profundos se visten de luces, aromas a canela, y el corazón cree que todo es posible.
Dos pequeños, Emilia y Daniel, han pedido al cielo lo que siempre sintieron lejano:
Una familia completa. El afecto y cariño de un padre y una madre.
Lo que no saben, es que ahora mismo el destino —ese travieso tejedor de milagros— ya comenzó a entrelazar los hilos invisibles para hacer realidad su más puro deseo.
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Narrador
Violet rodea con las manos la taza humeante y sorbe lentamente mientras le relata a Henry parte de su obra teatral.
Frente a ella, él da un mordisco a un croissant y levanta la vista con una expresión satisfecha.
—Creo que deberíamos fusionar ambas ideas —dice, mientras se limpia con una servilleta.
Violet asiente con entusiasmo.
—¡Siii! Nuestros hijos serán hermanos… y nosotros, los padres.
La forma en que lo dice, tan natural, tan segura, hace que por un segundo, ambos se queden en silencio. Es solo una obra, claro. Pero las palabras flotan con un peso curioso.
—Exacto —Henry continúa, dejando el tenedor sobre el plato—. Y harán tres deseos a la estrella fugaz. Pero deben ser ridículos, superficiales, insensatos —añade, sonriendo con esa expresión que a más de alguna madre del preescolar le ha arrancado suspiros.
Aunque Violet no se deja encandilar fácilmente, empieza a notar algo en él que no había percibido antes:
genuinidad.
—Con tus ideas ganaremos el concurso —agrega, sincero.
—Eso espero —responde ella—. Emilia sueña con ganar la estrella dorada.
—Daniel también, aunque si te soy honesto… —hace un gesto de hombros— para mí, es solo una estrella más. Pero para ellos...
—¡Oye! —lo interrumpe Violet, ofendida en broma mientras deja su taza sobre el platito—. No seas aguafiestas. Esa estrella es el accesorio perfecto. Y, además, ¿sabías que representa la fe?
Henry arquea las cejas, divertido.
—No tenía idea.
—Entonces, señor —dice ella formando un corazón con los dedos—, por favor contágiese de mi espíritu navideño.
Sus ojos brillan como los de una niña frente a un árbol iluminado. Para Violet, la Navidad es mucho más que una fecha: es esperanza, es alegría pura, es su época favorita.
Henry no puede evitar reír, con esa risa grave y contagiosa que le nace del pecho.
—¿Te han dicho que te comportas como una adolescente?
—¡De acuerdo, Don Amargado! —finge indignación y lo señala con dramatismo—. A partir de hoy, te llamaré… Henry Grinch.
—¿“Henry”? ¿Cómo sabes mi nombre? La profesora no lo mencionó en ningún momento.
Violet se encoge de hombros.
—Por favor, todas saben quién eres. ¿No te has dado cuenta de cómo te devoran con la mirada?
Él sonríe, ladeando la cabeza.
—Lo sé. No son muy sutiles que digamos…
—Imagino que no debe ser fácil para tu esposa.
La sonrisa desaparece. El gesto de Henry cambia. Sus ojos bajan al plato, y suspira.
—No tengo esposa —dice, con voz baja—. Se fue cuando Daniel tenía un año. Nos dejó… por otro hombre —ocultó las lágrimas que amenazaban con salir agachando la cabeza. No ha sido fácil seguir adelante, no ha sido sencillo críar a su hijo solo.
Violet parpadea, sorprendida.
¿Qué clase de mujer abandona a su hijo así? El pensamiento le da un vuelco en el estómago.
Sin pensarlo, estira su mano por sobre la mesa y la apoya sobre la de él, cálida y sincera.
—Lo siento mucho. El padre de Emilia también nos dejó… el mismo día que le mostré el test de embarazo. Pero Henry… lo has hecho increíble. Has criado a un niño maravilloso. Eres un gran papá.
Henry alza la vista y la observa como si acabara de descubrir algo nuevo.
Violet creyó ver un brillo inexplicable en sus ojos, algo tan rápido, que se esfumó en apenas un segundo.
Avergonzada, y con un leve sonrojo en las mejillas apartó la mano, no sabe que la hizo hacer aquello. Tal vez fue la confianza, o la sensación de que se conocen de antes, como si fuesen grandes amigos y no unos completos desconocidos que solo se han visto en algunas reuniones escolares.
Para evitar que el momento se vuelva demasiado íntimo, carraspea y cambia el tema:
—Entonces… ¿cuándo comenzamos a practicar?
—Hoy mismo, después de clases. Si quieres, podemos ir a mi casa.
—Prefiero que sea en la mía, si no te molesta.
—En lo absoluto. Pero tendrás que invitarnos a cenar.
Violet ríe entre dientes y revisa la hora en su celular.
—Tenemos media hora antes de recoger a los niños.
—¿Quieres algo más? Recuerda que yo invito.
—Si el resto de las madres te escuchara, me odiarían.
—Ninguna de ellas me interesa. Necesito algo distinto… una mujer real. Única. Especial.
—¿Ya tienes a alguien en la mira? —pregunta Violet, con una sonrisa juguetona.
Él sostiene su mirada sin pestañear.
—Creo que sí. Aunque no sé si tengo oportunidad. ¿Tú piensas que soy atractivo?
Violet se inclina hacia adelante, sus ojos azules fijos en los suyos.
—¿Quieres que te sea sincera?
—Sí.
Lo observa de cerca, tan cerca que puede distinguir la mezcla exacta de tonos en sus ojos. Uno azul como el hielo bajo la luna. El otro verde como los campos en primavera.
—Tus ojos son… únicos. Uno encierra al océano. El otro, al amanecer. Es una condición en un billón, ¿sabías? —dice mientras gira distraída su tenedor en el aire, como si hablara del clima.
Para ella, solo es una observación.
Para Henry, es un golpe al alma.
Nadie jamás le había dicho algo así.
No de esa forma. No con tanta poesía.
Él la mira, sin saber qué decir.
No sabe si fue real o si lo imaginó.
Pero algo dentro de él se quiebra y se repara al mismo tiempo.