Violet
—Mami, ¿él es tu novio? —preguntó Emilia, con esa inocente curiosidad que sólo los niños se atreven a verbalizar sin filtros.
La sangre se me heló.
Mis ojos se abrieron tanto que bien podrían haberse caído de las órbitas. Durante años, me he esforzado por mantener a mi hija lejos de cualquier vínculo amoroso pasajero. Nada de hombres, nada de confusiones, nada hasta que llegue el indicado. ¿Y ahora? Este imprudente decide abrazarme así, en medio de todos. ¡Como si fuera suya!
Desesperada, lancé una mirada alrededor. Tal como temía, las otras madres del colegio nos observaban con ojos afilados. Algunas con murmurantes risitas maliciosas, otras con el juicio pintado en la cara.
¿Y qué culpa tengo yo? ¡Si ni siquiera entiendo por qué me tiene pegada a su cuerpo como una calcomanía!
—¡Oh no, mi amor! Es solo un... amigo —contesté forzando una sonrisa, que terminó siendo una mueca medio descompuesta.
—Papá, es muy bonita —comentó Daniel, mirándome de arriba abajo con una sonrisa tan parecida a la de su padre que me dejó descolocada.
—¿Verdad que sí? Es hermosa —dijo Henry sin apartar sus ojos de los míos, con esa maldita seguridad que solo él tiene.
Me removí incómoda. Mentiría si dijera que no me puso nerviosa... porque sí, me puso nerviosa, mucho. Ya no eran solo sus ojos los que me parecían encantadores. Era él. Entero, su voz, su sonrisa, su forma de mirarme como si ya supiera todo lo que me guardo por dentro.
Aclaré la garganta tratando de recuperar el control.
—Bueno... es hora de irnos. Niños, iremos a mi casa, ¿les parece?
Ambos pequeños gritaron de felicidad como si les hubiera anunciado que iríamos al Polo Norte.
¿Me estoy perdiendo de algo? ¿Desde cuándo Emilia acepta tan fácilmente que un extraño venga a casa? ¿Por qué sonríe como si acabara de encontrar un hermano de por vida?
—¡Gracias papá! —exclamó Daniel, abrazando las piernas de Henry con fuerza. Aquello bastó para que me soltara, y aproveché el segundo para escabullirme como una fugitiva en escape.
—Entonces, ¡vamos! Hoy es viernes y vamos a sacarle jugo al día —dije animadamente, tomando la manito de Emilia. Luego añadí—: Henry, síguenos.
Él asintió con su esa sonrisa fácil.
Nos dirigimos al estacionamiento. Acomode a Emilia en su sillita mientras echaba vistazos frecuentes por el retrovisor. No quería que se perdiera entre el tráfico, aunque —francamente— dudaba que un hombre como él se perdiera en ningún lado.
Finalmente llegamos a casa. Mi refugio. Un acogedor inmueble de dos pisos, con jardín trasero, flores en las ventanas y un porche pintado con el mismo esfuerzo con que pinté mi vida para mi hija. Nada lujoso, pero suficiente para ser hogar.
A los pocos minutos, su coche se estacionó frente al mío. Emilia ya estaba pegada a la ventana.
—¡Daniel, apúrate! Te mostraré mis juguetes —gritó, mientras corría hacia el portón lateral que daba al jardín.
El pequeño bajó a toda velocidad, dejó su mochila en manos de su padre, y siguió a mi hija como si la conociera de toda la vida.
Caminaba detrás de ellos, cuando la voz grave de Henry rompió el silencio:
—Emilia es preciosa. Se parece mucho a ti.
—Gracias a Dios —respondí con sinceridad—. Es mi mini-yo. No tiene nada de su progenitor, ni la sombra. Daniel también es bonito —agregué sin pensarlo.
—Claro. En eso salió a mí. Soy terriblemente atractivo —replicó, inflando el pecho con exageración.
—¡Uy, qué egocéntrico!
—Tú lo dijiste, yo solo reafirmo lo evidente —se encogió de hombros, con una media sonrisa.
Llegamos a la puerta principal y la abrí.
—Bienvenido. Siéntete como en casa.
Él entró con las manos en los bolsillos, inspeccionando cada rincón con una sonrisa franca.
—Es muy acogedora. Tiene ese toque cálido... muy tú.
—¿Ah, sí?
—Si vieras mi casa... es un catálogo de aburrimiento. La tuya tiene alma.
—Bueno, eso no lo sabré hasta que lo vea —repliqué.
—¿Entonces es una invitación?
—¡¿Qué?! No, espera, yo no dije eso…
—Tarde. Lo tomé como un sí.
Antes de que pudiera contestar, Henry revisó su reloj con gesto exagerado.
—¡Violet! Es muy tarde, los niños deben estar hambrientos. ¿Dónde está la cocina? Te ayudo a preparar algo —nuevamente tocó mis hombros.
—Tú siéntate. Yo cocino —repliqué mientras me dirigía al refrigerador con las piernas temblando como gelatina.
No respondió, pero tampoco se fue. Lo sentí a mi lado, observándome con intensidad.
—Me lavaré las manos
—¡Claro! —le indique con señas dónde ir.
Respiré profundo. Enfoqué mi atención en las verduras. Nada de sentimientos, nada de mariposas.
—Estoy listo —anunció minutos después, desde la puerta, con una voz que ya no podía ignorar.
Al girar, casi se me cayó el cuchillo.
Su pelo mojado, revuelto. La camisa abierta en los primeros tres botones. Una gota de agua resbalando lentamente por sus pectorales marcados. Las mangas arremangadas revelaban antebrazos firmes. Santo cielo... ¿esto es legal?
—¿En qué te ayudo?
—Ahhh... ehhh... pica las papas, y las zanahorias. Yo me ocupo del resto.
Me lancé sobre las verduras como si de ellas dependiera mi vida.
Una hora más tarde, la cocina olía a hogar. Sopa de verduras humeante, ensaladas coloridas, y un postre de helado con salsa de chocolate esperándonos en el congelador. Henry, como si hubiera vivido aquí toda su vida. Se ha ocupado de lavar cada cosa que queda sucia sobre el mesón de la cocina.
¿Dónde había estado escondido este hombre?
—Niños, ¡a comer! —llamé desde las escaleras.
En segundos bajaron corriendo con animalitos de juguete en mano, sentándose con entusiasmo.
Puse el plato frente a Daniel, y él me miró como si acabara de darle el mundo.
—Gracias —dijo, con ojos brillantes.