Una familia para navidad

Capítulo 4

Dicen que los milagros de Navidad no siempre llegan cuando los esperamos, sino cuando más los necesitamos. A veces, la nieve cae semanas antes de lo previsto, desafiando pronósticos y estaciones. Tal vez sea un accidente climático… o tal vez no. Tal vez sea el destino, disfrazado de copo de nieve, que decide actuar cuando dos almas deben encontrarse.

Henry

Violet, hermosa Violet.

Aún la recuerdo con absoluta nitidez, como si la estuviera viendo por primera vez cada vez que la tengo frente a mí. Fue el primer día de clases. El reloj marcaba las 7:58, faltaban solo dos minutos para que la campana diera inicio al nuevo año escolar cuando apareció, corriendo como una ráfaga de viento primaveral, con las mejillas coloradas y el cabello desordenado danzando al ritmo de su prisa.

Pasó a mi lado con la urgencia de una madre que no quiere llegar tarde… y juro que el mundo se detuvo.

—Preciosa —susurré sin pensarlo, como si la palabra se escapara directamente de mi pecho.

Su sola presencia me bastó para querer saberlo todo. Su nombre lo supe preguntando a la profesora, quien me lanzó una mirada inquisitiva, pero poco me importó. Ya estaba perdido.

Al principio pensé que, como muchas de las otras madres, tendría a alguien a su lado. ¿Cómo no? Una mujer como ella no podía estar sola. Pero lo estaba. Sola y fuerte. Y aún más inesperado fue que termináramos juntos, compartiendo ideas y escenas para la actividad navideña de nuestros hijos.

¡Bendita profesora!

Si bien en un principio me resistí —el trabajo, el estrés, la rutina—, ahora lo admito sin vergüenza: repetiría esta experiencia mil veces. Porque estar con Violet... me recuerda cómo es sentir de verdad.

Ni siquiera ha intentado conquistarme, y sin embargo, cada mirada suya tiene más poder que mil intentos.

He sido rodeado por mujeres que se acercan por apariencia, por interés, por insistencia. Y sin embargo, es esta mujer sencilla, quien me desarma sin tocarme.

Hoy, solo por hoy, quiero dejar la racionalidad a un lado. Apagar esa voz que me recuerda que sobreviví solo, que no necesito a nadie. Hoy quiero darle permiso a mi corazón. Que se exprese, que se arriesgue, que palpite sin miedo.

Seguimos bailando, envueltos en el suave murmullo de la música, acompañados por las risas de nuestros hijos que nos observan desde el sofá.

—Eres preciosa, Violet —le susurro al oído, apenas rozando su piel con mi aliento.

Ella alza los ojos hacia los míos, sorprendida. Por un instante, creo que hace mucho no escucha esas palabras, y eso me duele.

—No me digas eso, por favor —responde en voz baja—. No ahora, no cuando me tienes así, tan cerca… no cuando me haces sentir tan segura.

—No quiero herirte, Violet. No estoy aquí para hacerte daño.

—Henry… ¿Estás loco? No me conoces de nada.

Quiero reír, quiero decirle que la he observado desde el primer día, desde que su risa me pareció el sonido más hermoso del pasillo escolar.

—Pero quiero conocerte. Quiero saber todo sobre ti: tus sueños, tus miedos, tus logros, tus heridas. Conocer qué te hace reír, qué te enoja, qué te da esperanza.

Ella sonríe, curva sus labios como si mis palabras tocaran algo que guardaba muy dentro.

—Quiero saber qué hay detrás de esa sonrisa —agrego, y no resisto más: rozo su mejilla con un beso suave.

—No… No, Henry. No me hagas esto —murmura, su voz temblando.

Pero no pienso detenerme. Porque ciertamente no la dejaré ir. Ella será mía.

La tomo por la cintura, la giro, y los niños aplauden entusiasmados. La sala se llena de una calidez casi mágica, como si el espíritu navideño nos envolviera por completo.

Esto es lo que quiero. Esto es lo que mi hijo y yo necesitamos. Esto es una familia de verdad.

Violet

Mi cuerpo tiembla. No del frío, sino de una mezcla de emociones que me atraviesan como agujas invisibles. ¿Cómo puede este hombre hacerme sentir tantas cosas en tan poco tiempo?

Le pido, le ruego con el alma, que no siga, que no rompa las barreras que tanto me ha costado construir.

Yo no soy para él. No soy la clase de mujer que pueda permitirse enamorarse.

Pero él no escucha. O quizás sí, pero no le importa. Me mira con esos ojos tan suyos, tan distintos, tan hermosos. Su heterocromía —azul y verde, océano y bosque— me hipnotiza. Siento cómo la armadura que he llevado puesta durante años comienza a resquebrajarse… y me asusta.

—Necesito ir al baño —me escapo de sus brazos, de sus palabras, de sus ojos, y corro sin mirar atrás.

Cierro la puerta tras de mí, me dejo caer con la espalda contra ella y respiro agitada. Pongo una mano sobre mi pecho.

¿Por qué late tan fuerte?

Inhalo, exhalo. Intento recuperar la calma. Pero por dentro… ya todo cambió.

Regreso más tranquila. Henry y los niños están sentados sobre la alfombra, riendo, inventando ideas para la obra. Me uno con disimulo, tomo una libreta y empiezo a anotar lo que dicen. Son tan creativos, tan entusiastas.

Cada cierto tiempo, Henry me mira y sonríe. Cada vez que lo hace, siento un calor extraño expandiéndose en mi pecho.

Tan guapo, y tan peligroso para mi corazón.

Las horas vuelan. Los niños repasan sus líneas y nosotros interpretamos a los padres con una complicidad tan real que asusta. Parecemos una familia de verdad. Y quizás por un momento, lo somos.

Me acerco a la ventana. Entonces la veo.

Nieve.

—¡No puede ser! —exclamo.

Está nevando, y no es una nevada ligera. Es mucha, muchísima.

Pero... no es tiempo todavía. ¡Faltan tres semanas! El clima no lo anunciaba, las temperaturas no bajaban de cero, no había humedad, no había señales, y sin embargo…

Tomo el control remoto y enciendo la televisión. Una alerta aparece en pantalla:

"Se recomienda permanecer en casa. Las carreteras están bloqueadas por una intensa nevada repentina. No se puede circular. Eviten salir hasta nuevo aviso."




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.