Dicen que la Navidad es una época de milagros. Y aunque la nieve aún no debía caer aún, esa noche, contra todo pronóstico, el cielo decidió vestirse de blanco. Tal vez fue el destino, tal vez la magia de diciembre. Pero cuando algo está destinado a ser, encuentra el momento perfecto para comenzar.
La sala estaba tenue, iluminada solo por el resplandor parpadeante del televisor y las luces del árbol de Navidad que centelleaban suavemente junto a la ventana. Afuera, la nieve caia sin aviso, tiñendo el mundo de blanco, como si un ángel travieso hubiera agitado su almohada sobre el cielo.
Violet, Henry, Emilia y Daniel estaban acurrucados en el sofá, cubiertos con una colcha gruesa de lana que tenía bordados navideños. El aroma a galletas recién horneadas aún flotaba en el aire, mezclado con la canela de la leche caliente que sostenían entre las manos.
—Deliciosas —dijo Henry mientras bebía un sorbo, dejando escapar un suspiro de satisfacción—. Tienes unas manos de ángel.
Violet sonrió tímidamente, sus mejillas ya encendidas por el calor del hogar.
—Muchas gracias, es mi receta favorita —respondió con sencillez.
—¡Mamá! ¡Estamos viendo la película! Hablen más despacio… —protestó Emilia, con el ceño fruncido y una voz de fingida autoridad.
—Sí, papá —replicó Daniel, imitando a su amiga con gracia.
Henry alzó ambas manos en señal de rendición, con una sonrisa avergonzada.
—Está bien, está bien… silencio absoluto.
Violet luchó por contener la risa, mordiéndose el labio inferior, pero las carcajadas le bailaban en los ojos.
No les quedó otra opción que enfocarse en la película, una animación navideña clásica que los niños adoraban. El murmullo de la televisión, el crujir lejano de la chimenea, y la nieve golpeando suavemente los ventanales componían una melodía perfecta de invierno.
Una hora más tarde, Violet notó que Emilia y Daniel estaban demasiado quietos.
Se incorporó con cuidado, se inclinó hacia ellos y, con ternura, les corrió el cabello de la frente. Sus respiraciones eran profundas y lentas, con las mejillas sonrojadas por el calor. Dormían plácidamente, uno junto al otro, como dos pequeños zorros enredados en su madriguera.
—¡Uuh! —exclamó con dulzura —. Ven, rápido.
Henry llegó a su lado, y al ver la escena, su rostro se iluminó con una sonrisa serena.
—Tanto jugar acabó con sus energías.
—Sí —respondió ella en un susurro, mientras con sumo cuidado tomaba a Emilia en brazos—. Trae a Dani y sígueme.
Subieron por las escaleras en puntillas, como si un sonido brusco pudiera romper el hechizo de aquella noche. Al llegar al pasillo del segundo piso, la rubia señaló una puerta entreabierta.
—Ese es el cuarto de invitados. Acuéstalo ahí.
Ambos arroparon a los niños con dulzura. Henry le acomodó el cabello a Daniel y le dejó un beso en la frente. Violet hizo lo mismo con Emilia. Luego bajaron al primer piso, aún en silencio, como si el aire estuviese lleno de algo sagrado que no querían perturbar.
—¿Quieres ver otra película? —preguntó, sentándose nuevamente en el sofá.
—¿De terror? —sugirió Henry con una media sonrisa.
—¡Uh! No lo sé… me da miedo.
—Esa es la idea —dijo con picardía—. Así estaré a tu lado para abrazarte.
Violet lo miró con los ojos entrecerrados.
—¡Oye!
—¿Qué? —se encogió de hombros—. Es lo que quiero y siento. Soy un fiel creyente de que uno en la vida debe actuar sin temor al qué dirán.
Ella bajó la mirada, sonriendo con nerviosismo.
—Entonces… ¿en serio quieres abrazarme?
—Claro que sí —dijo sin dudar, y luego palmeó suavemente el espacio a su lado—. Ven.
Ella vaciló por un segundo. Su razón gritaba advertencias, pero su corazón, latiendo con fuerza bajo su suéter de lana, tenía otros planes. Caminó despacio, con los dedos entrelazados y los nervios flotando como mariposas en el estómago, hasta que se dejó caer a su lado.
Henry no esperó. Le pasó un brazo por los hombros y la atrajo con delicadeza hacia su pecho. Su calor la envolvió de inmediato. El latido de su corazón, firme y constante, era un sonido que la tranquilizaba más que cualquier villancico.
—Te darás cuenta que es buen refugio —murmuró cerca de su oído.
Y Violet, en silencio, lo creyó.
La película comenzó. En la pantalla, una casa embrujada, una niña con mirada vacía, puertas que se cerraban solas. Violet se encogía en cada escena, cubriéndose los ojos con las manos. Pero Henry estaba allí, cada vez más cerca. Cuando una figura aterradora apareció de repente, él reaccionó sin dudar: le tapó los ojos con su mano, y ella, sobresaltada, se aferró a su camiseta.
—¿Estás bien? —preguntó en voz baja.
—Sí… creo —contestó, aún con el corazón galopando.
—Te lo dije —añadió él con un guiño—. Mi plan está funcionando.
Violet soltó una risa nerviosa.
—Eres un tramposo.
—No —dijo en tono juguetón—. Soy eficiente.
Durante los minutos siguientes, cada susto era una excusa para acercarse más. Cada salto de Violet, una oportunidad para que Henry la envolviera un poco más en su abrazo protector. Y poco a poco, entre sobresaltos y risas ahogadas, ambos fueron sintiéndose menos extraños, y más cerca. Como si sus heridas supieran que estaban en el lugar correcto para sanar.
En una de las pausas, mientras los créditos de la primera película desfilaban por la pantalla, Violet suspiró.
—¿Y tú en qué trabajas, Henry?
—Soy socio en una pequeña empresa —dijo con sencillez—. Estamos despegando, pero va en buen camino. Aunque, con estas nevadas repentinas, no creo que logremos volver a casa hasta el lunes.
—¿En serio? —lo miró sorprendida.
—Sí. Acabo de mirar el pronóstico. Las rutas están cerradas por precaución. Parece que estamos atrapados aquí todo el fin de semana.
Ella no supo si preocuparse… o sonreír. Quizá un poco de ambas.