Henry aún sostenía su rostro entre las manos, como si temiera que se desvaneciera si la soltaba. Violet lo miraba con el corazón latiéndole en la garganta, sintiendo que algo dentro de ella acababa de abrirse… algo que llevaba mucho tiempo dormido.
—¿Qué fue eso…? —susurró ella.
Él bajó una mano para tomar una de las suyas, entrelazando sus dedos con cuidado.
—Eso… fue la mejor apuesta que hice en toda mi vida —contestó, con una risa suave, aún sin dejar de mirarla.
Violet bajó la mirada un segundo, con el rubor aún encendido en sus mejillas.
—¿Y qué ganas con esto… además del beso?
—Gano esperanza —dijo al fin—. Gano este instante, tu risa, tu forma de mirar. Gano algo que no sabía que necesitaba hasta que lo tuve frente a mí.
Ella tragó saliva, conmovida por la honestidad en su voz —. Henry…
—No digas nada —la interrumpió con dulzura—. No quiero que sientas presión. Solo quería que lo supieras.
A lo lejos, Emilia gritó: —. ¡Me estoy congelando! ¡Vamos a la casa!
Rieron juntos, y él le ofreció el brazo.
—¿Señorita, me acompaña a casa?
Violet asintió, enganchándose de él —. Solo si hay chocolate caliente.
—Y malvaviscos. No puede faltar eso.
—Y mantas.
—Y más besos —dijo él, bajito, casi en secreto.
Ella sonrió, apoyando la cabeza contra su hombro —. Quizá.
Caminaron juntos de regreso, rodeados de nieve, risas infantiles y una paz que ninguno había sentido en mucho, mucho tiempo. Como si el invierno no fuera tan frío después de todo.
Ya en la casa, el calor encendido recibía con los brazos abiertos. Emilia y Daniel se quitaron los abrigos como torbellinos y corrieron a la sala, dejando un reguero de guantes y gorros sobre el suelo. Violet los siguió con la mirada mientras colgaba su abrigo, aún sintiendo el cosquilleo de los labios de Henry en los suyos.
Él se acercó con una sonrisa que todavía no se le borraba.
—¿Hora del almuerzo? —preguntó, acariciando suavemente la espalda de Violet al pasar.
—Hora de cocinar —corrigió ella, levantando una ceja con fingida seriedad.
Los niños se instalaron con lápices y hojas en la mesa del comedor, Daniel apoyado con los codos y Emilia ya dibujando un muñeco de nieve con un enorme sombrero.
—No se vale espiar mis colores, Daniel —dijo ella con lengua medio fuera mientras coloreaba.
—¡Estoy haciendo otra cosa! El mío va a tener una espada láser.
—¿Un muñeco Jedi?
—¡Obvio!
Desde la cocina, Violet soltó una carcajada mientras revisaba la despensa.
—Tienen imaginación para rato —comentó, sacando un paquete de pasta.
Henry se acercó al mesón con pasos tranquilos, se remangó la camisa y comenzó a lavar verduras. Cortó pepinos, lechuga, cebolla morada y tomates con destreza. Violet encendió el fuego y echó la pasta al agua hirviendo, mientras dejaba que la música suave volviera a llenar el aire.
—¿Es Adele? —preguntó Henry, reconociendo los acordes.
—Sí. Me acompaña siempre cuando cocino. Me relaja.
—A mí me relajas tú —dijo él, sin pensarlo demasiado.
Violet se giró apenas, con una sonrisa tímida. La cocina tenía ese calor tranquilo que solo aparece en las casas donde alguien ama cocinar. El vapor ascendía, las ventanas se empañaban poco a poco, y el aroma del ajo y la albahaca comenzaba a desplegarse por la estancia.
Henry se acercó por detrás, sin dejar de mover la ensalada con una cuchara de madera. Apoyó el mentón suavemente sobre su hombro.
—¿Sabes lo que más me gusta de esto? —susurró.
—¿De qué?
—De sentir que encajamos. Como si esta escena hubiera estado esperando por nosotros.
La rubia sintió que algo le hormigueaba por dentro. Sus dedos se detuvieron un segundo sobre la sartén.
—A veces pienso que si la vida no nos hubiese hecho pasar por tantas tormentas, nunca hubiéramos llegado a este punto.
Henry ladeó el rostro y besó el hueco de su cuello, despacio.
—Tal vez las tormentas eran el camino.
Ella cerró los ojos. Sus manos se apoyaron sobre el mesón, respirando hondo mientras su cuerpo respondía al calor de él, al peso de su presencia, a la forma en que la deseaba sin prisa, sin exigencias.
Él bajó las manos con suavidad hasta rodearle la cintura. La giró con cuidado, haciéndola quedar de frente. La música seguía sonando, como si el mundo hubiera bajado el volumen para mirar solo esa escena.
—Violet —dijo él, con voz baja—. Me gustas. Mucho más de lo que tenía planeado.
Ella lo miró, vulnerable, hermosa, con el vapor de la cocina empañando el aire y el corazón acelerado.
—Y tú a mí —confesó —. Me asusta… pero es verdad.
Henry la besó otra vez, más intenso.
Un ruido en la mesa los hizo separarse justo a tiempo para ver a Emilia agitando su dibujo en el aire.
—¡Miren, terminé! —gritó ella—. ¿Les gusta?
—¡Nos encanta! —respondió Violet, con las mejillas coloradas, arreglándose el cabello como si no acabara de estar entre los brazos de Henry.
—¿Ya está lista la comida? —preguntó Daniel, husmeando el aire.
—¡Casi! —contestó su padre—. Vayan lavándose las manos, que vamos a comer algo delicioso.
Mientras los niños corrían al baño entre risas y empujones, ella terminó de servir la pasta en una gran fuente, y él colocó la ensalada al centro de la mesa.
Los cuatro se sentaron, con platos humeantes, copas de jugo y una complicidad invisible que llenaba cada rincón.
Violet levantó la mirada, y sus ojos se cruzaron con los de Henry al otro lado de la mesa. Sonrieron. No hacía falta decir nada. El almuerzo estaba servido. El corazón también.
Luego del almuerzo, el ambiente quedó envuelto en esa tibieza dulce que solo llega después de una buena comida compartida. Emilia y Daniel se recostaron en el sofá con sus dibujos, intercambiando hojas y comentarios sobre luces láser, gorros gigantes y nieve mágica.
Violet y Henry recogieron los platos en silencio. Él lavaba, ella secaba. De vez en cuando, sus manos se rozaban al pasar un tenedor o un cuenco.