Conseguir la beca fue uno de los momentos más importantes de la vida de Luley. No solo significaba que podría estudiar enfermería sin la presión económica que solía cargar, sino que también le otorgaba la oportunidad de empezar de nuevo en una ciudad diferente. La universidad estaba en la misma ciudad donde vivía su padre. Aunque él le insistió varias veces en que se quedara con él, Luley prefería alquilar un pequeño apartamento. Quería independencia, aprender a manejar su vida sin depender de nadie, aunque él viviera a tan solo unos minutos de distancia.
Su padre no estaba del todo contento con la decisión, pero finalmente aceptó. La ayudó a mudarse, a comprar lo esencial y a instalarse en el apartamento. No era mucho, pero era suyo. Una habitación pequeña, una cocina funcional, y una sala con un sofá viejo de segunda mano. Era un espacio modesto, pero bastaba. Lo importante era que tenía su propio espacio.
El sonido del despertador rompió la tranquilidad de la habitación. Luley se movió entre las sábanas antes de abrir los ojos con pesadez. La luz matutina se filtraba por la ventana, iluminando su escritorio, lleno de apuntes y libros de enfermería. Se estiró en la cama antes de deslizarse fuera de las cobijas, mirando rápidamente la hora. Se apresuró a vestirse. No era madrugadora por naturaleza, pero con la universidad y las prácticas en enfermería, había aprendido a adaptarse.
Mientras preparaba un café rápido, recibió un mensaje de su padre:
Papá: ¿Cómo dormiste? No olvides comer bien. ¿Te gustaría almorzar juntos?
Sonrió. Aunque había elegido vivir sola, siempre apreciaba la preocupación de su padre. Respondió con un simple: “Todo bien, papá. Te aviso si puedo.” Luego, tomó su bolso y salió hacia la universidad.
La ciudad parecía despertar lentamente esa mañana, con el murmullo lejano del tráfico y los estudiantes que caminaban por las calles, todos con prisa hacia sus respectivas clases. Luley caminó unas cuadras hasta la parada del autobús, su termo de café caliente en la mano. Mientras el paisaje urbano se deslizaba ante sus ojos, algo en el aire le resultaba extraño, como si aún estuviera acostumbrándose a estar allí.
Las clases transcurrieron de forma rutinaria. En anatomía, tomó apuntes mientras el profesor explicaba, apoyado en una proyección de gráficos. En la biblioteca, se sumergió en los libros, repasando los términos médicos y las técnicas de enfermería. Nada fuera de lo común. Todo seguía su curso, como siempre.
Durante el almuerzo, Luley decidió encontrarse con su padre en una cafetería cercana. Él la recibió con una sonrisa, aunque sus ojos traicionaban la fatiga acumulada de las largas horas de trabajo.
—¿Cómo te estás adaptando? —preguntó, mientras ella revisaba el menú.
—Bien —respondió ella, encogiéndose de hombros—. A veces se siente raro estar aquí, pero me gusta. La universidad es exigente, pero me mantiene ocupada.
—Sabes que si necesitas algo, solo tienes que decírmelo, ¿verdad?
Luley sonrió y asintió. Sabía que su padre siempre la apoyaría, aunque no comprendiera del todo su necesidad de independencia.
Después del almuerzo, regresó a la universidad para su turno en la enfermería. Atendió a algunos estudiantes con dolores de cabeza y pequeños cortes. Organizó los suministros médicos, disfrutando de ese momento. Cada detalle de su formación la acercaba más a su futuro.
Cuando finalmente llegó a casa, suspiró aliviada. Dejó su bolso sobre la mesa y se dirigió al baño. Se miró en el espejo, notando lo cansada que estaba. Se recogió el cabello en un moño desordenado y se dirigió a la cocina para prepararse algo de comer.
Mientras cenaba, encendió la televisión para tener algo de ruido de fondo. La soledad de su apartamento a veces la incomodaba, aunque no quería admitirlo. Se convencía de que era solo cuestión de acostumbrarse. Después de todo, vivir sola era su elección.
Al terminar, se sentó a organizar sus apuntes para el día siguiente, cuando un leve ruido la distrajo. Algo ligero, como si un objeto se hubiera movido en la sala. Miró hacia la dirección del sonido, pero no vio nada fuera de lugar. Frunció el ceño, levantándose para inspeccionar. Todo estaba tal como lo había dejado.
Sacudió la cabeza, riendo nerviosamente para sí misma. Debe ser el cansancio.
Se preparó para dormir, apagó las luces y se metió en la cama. Cerró los ojos, buscando relajarse tras un día largo.
El apartamento estaba en completo silencio.
Pero justo antes de quedarse dormida, le pareció escuchar un susurro. Un sonido suave, casi imperceptible, que parecía deslizarse en la oscuridad. Su respiración se pausó por un momento, pero luego, con un suspiro, se giró en la cama y se obligó a dormir.
Nada fuera de lo común. Nada extraño.
O al menos, eso creía.
A la mañana siguiente, Luley despertó sintiéndose aún más cansada de lo habitual. Miró la hora en su teléfono y se dio cuenta de que había dormido más de lo planeado. Se apresuró a levantarse, prepararse y salir rumbo a la universidad.
Mientras caminaba hacia la parada del autobús, tuvo la sensación extraña de que alguien la observaba. Miró a su alrededor, pero solo vio a los estudiantes que, como ella, se dirigían a clase. Sacudió la cabeza y continuó su camino. Debe ser paranoia pensó.
Las clases transcurrieron sin contratiempos, pero varias veces, Luley sintió que alguien la miraba. Cada vez que giraba la cabeza para comprobar, no veía nada fuera de lo común. En la cafetería, mientras almorzaba sola, un escalofrío recorrió su espalda. Algo en el ambiente la inquietaba, pero no sabía qué.
Por la tarde, en la enfermería, atendió a un estudiante que se había cortado con una hoja de papel. Mientras vendaba su herida, la sensación de ser observada se intensificó. Alzó la vista y vio su reflejo en el vidrio de un estante. Por un instante, creyó ver algo detrás de ella. Giró rápidamente, pero no había nada.