Luley no podía dejar de pensar en la voz. "Eras como yo. Antes. Antes del olvido." Esa frase la perseguía desde la noche anterior. La había apuntado en su libreta, la había releído incontables veces, intentando encontrarle sentido. ¿Acaso aquella presencia sugería que ella había olvidado algo importante? ¿Una vida anterior? ¿Un vínculo con ese otro mundo? La idea era absurda, pero había dejado de descartar lo imposible. Lo que estaba viviendo ya escapaba a toda explicación lógica.
Y sin embargo, algo en esas palabras le resultaba familiar. Un eco lejano en su mente, como si hubieran sido pronunciadas antes. En otro tiempo. En otro lugar. Pero no había tiempo para seguir rumiando pensamientos oscuros. Tenía clases, trabajos prácticos, un examen en puerta. Y necesitaba anclarse a la realidad.
Fue en uno de esos días grises, en la biblioteca de la universidad, donde lo conoció.
Estaba sentada frente a su laptop, repasando fisiología, cuando escuchó una voz amable a su lado:
—¡Perdona! ¿Está libre esta silla?
Luley alzó la vista y se encontró con un chico alto, delgado, de cabello oscuro y ojos sinceros. Le sonrió de forma natural, sin esfuerzo.
—Sí, claro —respondó, apartando su bolso.
—Soy Elian —se presentó mientras se sentaba—. Estoy en segundo año de medicina. Te he visto varias veces por aquí.
—Luley. Enfermería —dijo ella, un poco sorprendida de que alguien la reconociera.
—Pensé que tal vez podríamos estudiar juntos alguna vez. Siempre es mejor compartir el caos del aprendizaje.
Esa primera conversación se extendió por casi una hora. Hablaron de asignaturas, profesores, lo tedioso de las clases en línea y lo rápido que pasaban las semanas. Elian tenía una forma cálida de hablar, como si cada palabra estuviera pensada para tranquilizar al que escuchaba. Había algo en su presencia que aliviaba la presión constante que Luley llevaba encima.
Esa noche, al volver a casa, esperó los susurros. Encendió la luz del pasillo. Miró hacia la grieta.
Pero no había nada.
No solo la voz había desaparecido. La grieta también. El muro estaba liso, intacto, como si nunca hubiera estado roto. Incluso el espejo del baño estaba limpio, sin huellas ni vaho. Todo estaba perfectamente normal.
Se quedó de pie largo rato, observando el lugar donde la grieta había estado. Luego pasó los dedos por el yeso liso. Nada. Como si todo hubiera sido un delirio. Una alucinación inducida por el cansancio, la presión de la beca, la soledad.
“¿Y si fue eso? —pensó—. ¿Y si todo fue mi mente?”
Al día siguiente, volvió a ver a Elian en la biblioteca. Compartieron mesa, libros, incluso rieron entre apuntes. Era una presencia amable, constante. Con el paso de los días, las conversaciones se volvieron más personales. Elian le habló de su madre, que también había sido enfermera. De su pasión por el cine. De cómo había pensado en estudiar filosofía antes de decidirse por la medicina.
Con cada encuentro, Luley sentía que su realidad se estabilizaba. Dormía mejor. Comía mejor. Las clases parecían menos pesadas. Incluso en la enfermería, sus compañeros le notaban un brillo distinto en los ojos.
El apartamento también parecía transformado. La luz era más cálida, los sonidos de la calle no la molestaban como antes, y los sueños se volvieron tranquilos. Las noches dejaron de ser una amenaza. Por primera vez en semanas, comenzó a decorar su espacio con pequeños detalles: una planta en la cocina, una lámpara nueva junto al sofá, algunas postales pegadas cerca del escritorio. Estaba construyendo una rutina nueva, una que no se basaba en el miedo.
Descubrió una versión de sí misma que había estado oculta bajo la tensión constante: se permitió reír con soltura, salir a caminar sin mirar por encima del hombro, preparar comidas con música de fondo. Comenzó a hacer planes, pequeños pero significativos. Se inscribió en un taller de lectura los jueves por la tarde y retomó su diario personal, donde escribía pensamientos, sueños y hasta recetas nuevas.
Un día, mientras revisaba una de sus libretas antiguas, encontró las páginas donde había anotado lo que la voz le había dicho. Las letras estaban torcidas, casi garabateadas, como si hubieran sido escritas en medio de un temblor. "Estás tan cerca...", decía una. "No me recuerdas... pero yo sí te recuerdo a ti."
Las leyó con calma. Ya no le provocaban miedo, sino una curiosa distancia. Era como leer la historia de otra persona. Como si esa versión de ella ya no existiera. Cerró la libreta y la guardó en el cajón, sin pesar. Esa noche durmió profundamente.
Una tarde, mientras caminaban por el campus, Elian la miró con una sonrisa sutil.
—Hay algo en ti que parece siempre estar en otro lugar.
—¿En otro lugar? —repitió, confundida.
—Como si una parte de ti estuviera escuchando algo que los demás no podemos oír.
Luley sintió un leve escalofrío. Pero luego se rió suavemente.
—Quizá era así. Pero creo que ya no.
En las semanas siguientes, no hubo más sombras. No hubo más voces. La grieta no regresó. El apartamento se mantuvo tranquilo, su rutina retomó un ritmo saludable. A veces, mientras estudiaba o cocinaba, intentaba recordar con claridad lo que había vivido, pero los detalles se desvanecían como un sueño al despertar.
Y cada vez que Elian la buscaba para estudiar o tomar un café, Luley pensaba que, quizá, lo había imaginado todo.
Quizá.