Luley pasó el resto de la mañana moviéndose como en un sueño. El día transcurría con normalidad, pero dentro de ella se había instalado una especie de neblina. Una confusión que la envolvía con cada paso, cada palabra, cada mirada. No podía quitarse de la cabeza la imagen del espejo agrietado. Juraría que lo había visto. Que lo había sentido. Pero ahora que todo parecía estar intacto, se preguntaba si su mente había empezado a traicionarla.
En clase, apenas podía concentrarse. Las palabras del profesor rebotaban en sus oídos sin llegar a asentarse. Miraba su cuaderno, pero los apuntes parecían escritos por otra persona. En la enfermería, mientras organizaba gasas y tiritas, una compañera le preguntó si se sentía bien.
—Estoy bien, solo... cansada —mintió.
Por la tarde, Elian la esperó afuera del aula. Sonrió al verla y extendió una taza de café como ofrenda de paz ante el agotamiento que se notaba en su rostro.
—Adiviné que lo necesitabas.
—Gracias —respondó ella, tomando el vaso con manos temblorosas.
Caminaron en silencio por el campus, hasta sentarse en una banca cerca de los árboles. El viento movía las hojas de forma hipnótica, y por un momento, Luley deseó quedarse allí para siempre, anclada a esa normalidad.
—Estás distante —dijo Elian, observándola con preocupación—. No quiero presionarte, pero... si hay algo que necesites decirme, aquí estoy.
Ella vaciló. Lo miró a los ojos. Pensó en contarle todo, desde el principio. La grieta, los susurros, la voz... Pero algo la frenó. El miedo de sonar inestable. De que él se alejara. O, peor aún, que le creyera y entrara también en ese mundo que ella apenas comprendía.
—Es solo el semestre —dijo al fin, con una sonrisa triste—. A veces me cuesta apagar la cabeza.
Elian le acarició suavemente la mano. No insistió.
Esa noche, al volver al apartamento, Luley sintió un leve nudo en el estómago. Encendió la luz del baño de inmediato y se plantó frente al espejo. Lo observó fijamente. Nada. Ninguna marca, ni rastro, ni grieta. Pasó los dedos por el cristal, una y otra vez, como buscando una memoria enterrada en la superficie.
Estaba bien.
Todo estaba bien.
Pero esa noche soñó con un lago negro. En la orilla, una figura encapuchada la llamaba con voz hueca. No había rostro bajo la capucha. Solo vacío. Y al fondo, flotando en la superficie del agua inmóvil, el reflejo roto de un espejo. Uno que no devolvía su imagen, sino la de una versión distorsionada de ella misma.
Despertó empapada en sudor, con el corazón latiendo desbocado.
Ya no sabía qué creer. Ni en lo que había visto, ni en lo que no.
El silencio había vuelto.
Pero ahora, era la duda lo que lo llenaba.
En los días siguientes, Luley se aferró a la rutina como quien se sujeta a una cuerda sobre un abismo. Mantuvo su ritmo de clases, sus repasos en la biblioteca, sus turnos en la enfermería. Cada pequeño gesto de normalidad se convertía en un escudo contra lo inexplicable. Y, con Elian, todo parecía brillar. Salieron a caminar por la ciudad, tomaron cafés largos llenos de silencios cómodos y se rieron de cosas sin importancia.
Pero la duda seguía allí, como un eco que no sabía de dónde provenía. A veces, al mirar un reflejo fugaz en una vitrina, tenía la sensación de que algo se movía justo cuando ella se detenía. O que una sombra pasaba por el rabillo del ojo. Siempre fugaz. Siempre en el borde de la percepción.
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuchó un crujido leve, como de cristal que se acomoda bajo tensión. Miró a su alrededor. Nada. El espejo del baño seguía intacto. El muro seguía entero.
Suspiró.
—Estoy perdiendo la cabeza —susurró, secándose las manos.
Pero algo dentro de ella, una parte antigua y silenciosa, no estaba tan segura.
Porque a veces, el miedo no ruge. A veces, solo espera.
Y la duda es su lenguaje favorito.
Las primeras señales fueron sutiles.
Un cuaderno que no estaba donde lo había dejado. Una sombra reflejada en la ventana del aula que desaparecía al girar la cabeza. En una de las clases, sintió una mirada clavada en su nuca. Se giró rápidamente, pero todos estaban atentos al profesor. Todos menos uno. Un chico que no conocía. Cabello claro, piel muy pálida. Estaba en la esquina del salón, observándola sin pestañear. Cuando sus miradas se cruzaron, él sonrió de una manera que no sabía descifrar. Ni amable, ni amenazante. Solo... consciente.
Cuando terminó la clase, lo buscó. Pero el asiento estaba vacío. Preguntó a Clara si conocía al chico nuevo, pero ella negó con la cabeza.
—Aquí no se sentó nadie, Luley. Estabas sola en esa fila.
Un escalofrío le recorrió la espalda. A lo largo de la semana, la presencia volvió. A veces, solo una figura que creía ver al otro lado del pasillo. Otras, una sensación tan intensa que llegaba a hacerla detenerse en medio de una explicación. Como si algo invisible la tocara.
Elian comenzó a notarlo. Le preguntaba cada vez con más frecuencia si todo iba bien. Y Luley, incapaz de encontrar respuestas, solo asentía. Ya no podía confiar ni en su memoria ni en sus sentidos. Algo se había soltado de nuevo.
Y esta vez, no sabía si iba a poder cerrarlo.