Las noches comenzaron a pesar más que los días. Aunque Luley se obligaba a seguir con su rutina, algo en su interior había cambiado. La figura que había visto en clase, el chico que nadie más recordaba, se había instalado en su mente como una semilla negra que no dejaba de crecer.
Intentó convencerse de que era una alucinación. Que estaba proyectando sus miedos en desconocidos. Que el agotamiento y las experiencias pasadas habían abierto una brecha en su percepción. Pero cada vez que cruzaba los pasillos de la universidad, lo sentía. Estaba allí.
Siempre al margen de su visión. Siempre un paso atrás. Observándola.
Una tarde, al salir de la biblioteca, se sintió seguida. No era paranoia. Sus pasos se hacían eco de otros, perfectamente sincronizados. Al girar en una esquina, se detuvo en seco y se volvió de golpe. El pasillo estaba vacío.
Pero el aire... el aire olía distinto. Como a tierra húmeda. Como el día que la grieta había comenzado a abrirse.
Corrió a casa de Elian esa noche. No podía estar sola. Le dijo que tenía un mal presentimiento, que necesitaba dormir en compañía. Elian no preguntó. Le abrió la puerta, preparó té, y se sentaron en silencio a ver una película sin prestarle atención.
Cuando Luley por fin se durmió en el sofá, soñó con una habitación vacía. En el centro había un espejo, alto, cubierto por un paño negro. Sabía que no debía tocarlo. Pero algo la empujaba hacia él. Al descubrirlo, no vio su reflejo. Vio al chico.
Su rostro era más nítido esta vez. Tenía ojos pálidos, casi translúcidos. Y hablaba. Decía su nombre. Un nombre que Luley no recordaba haber oído nunca, pero que al escucharlo la llenó de un terror profundo y un eco de reconocimiento:
"Aenor".
Despertó de golpe, con un grito ahogado. Elian la abrazó sin preguntar nada, susurrando que estaba bien, que solo era un sueño. Pero Luley sabía que no lo era.
En su mente, el nombre seguía repitiéndose.
Aenor. Aenor. Aenor.
Y con él, regresó una certeza que había olvidado:
La grieta nunca se había cerrado.
Solo había aprendido a esperar.
Al día siguiente, Luley escribió el nombre en su cuaderno, como si al verlo plasmado pudiera comprender su significado. Aenor. Lo miró una y otra vez, sin reconocerlo del todo, pero con una extraña familiaridad que le erizaba la piel.
Durante las clases, la presencia regresó. No como una figura clara, sino como un peso en la atmósfera, una tensión apenas perceptible que hacía que su corazón latiera con fuerza sin razón aparente. Al final de una de las sesiones, se dio cuenta de que su cuaderno estaba abierto en una página que no había escrito: el nombre estaba allí de nuevo, repetido una y otra vez, como si alguien lo hubiera garabateado con rabia.
No recordaba haberlo hecho.
Esa noche, sola en su apartamento, Luley se sentó frente al espejo. Lo observó fijamente, como desafiando su reflejo. El nombre flotaba en su mente, y con él, un recuerdo comenzaba a formarse.
Un bosque. Una noche muy antigua. Una figura que le ofrecía la mano a una versión de ella misma, una que llevaba otro nombre. Una promesa sellada con silencio. Una elección que lo había cambiado todo.
Elian la llamó por la mañana. Quería verla. Pero Luley inventó una excusa. No podía distraerse. Sentía que algo estaba a punto de emerger. Algo que llevaba demasiado tiempo enterrado.
Las luces del apartamento comenzaron a parpadear a la madrugada siguiente. El aire se volvió denso. Y en el espejo, por fin, apareció algo.
Una palabra escrita en vaho:
"Recuerda."
Y una figura al fondo. Observándola. Esperando.
El nombre latió en su mente como un tambor.
Aenor.
Y esa noche, como si el nombre hubiera abierto una puerta interna, los fragmentos comenzaron a emerger.
Una risa infantil, corriendo entre arbustos altos. Un niño de cabello oscuro, con los ojos brillantes de entusiasmo, tendiéndole la mano a una niña que no se llamaba Luley.
Jugaban cerca del agua, recogían piedras que decían que eran "guardianas de secretos". Se escondían del tiempo, del mundo.
—No le digas a nadie que vinimos aquí —decía el niño con una sonrisa traviesa.
—Nunca lo haré. Lo prometo —respondía ella. Su voz sonaba más aguda, más joven.
En ese recuerdo, ambos se miraban con una complicidad extraña, casi sagrada. Y había algo en los ojos del niño, algo que se parecía demasiado a los del chico que ahora la acechaba desde los pasillos y los sueños.
Entonces lo comprendió: no era un desconocido. No era una amenaza externa.
Era alguien que había conocido.
Y tal vez, alguien a quien había dejado atrás.