—Sabes que no puedo perdonarle la vida a ninguno de nuestra especie, por más que comparta mi propia sangre —murmuró Éodes.
—Las leyes pueden ser cambiadas por quien la ha establecido, padre —susurró su hijo, implorando.
—Las leyes pertenecen al pueblo, no a quien las amuró en las piedras... y bien sabes que el pilar más importante de nuestro imperio es la justicia —contestó Éodes el grande, y luego agregó—: sin embargo, haré una última cosa por ti... impediré que tu caso sea juzgado por el concejo. No permitiré que nuestra familia caiga en la vergüenza por tu culpa.
— ¿Entonces recibiré la pena máxima? —formuló Hendur, y su mirada fue desafiante, dejando al descubierto su incansable valentía.
—No solo has traicionado las leyes... también has desprestigiado a tu familia, a mí, especialmente, que esperaba mucho más de ti por ser mi heredero mayor. Considero que la muerte sería un castigo insignificante —terció Éodes.
— ¿A qué te refieres? —preguntó Hendur.
—Haré que cada día te arrepientas y te lamentes por tu grave error. Vivirás en el mundo de los mortales, como tanto anhelas, y estarás condenado a pasar el resto de la vida cerca de esa humana. Pero nunca jamás podrán estar juntos, ya que ser su sombra será tu destino.
Hendur se convirtió desde entonces en la sombra de Gerodín. Cuando la mortal finalmente lo supo, sus pasos desesperados por acercarse a su amado la condujeron hasta un precipicio.
Desde entonces, se dice que cada dios o mortal que se acerque al valle de la sombra, será castigado con la deshonra de nunca ser correspondido por su amor verdadero.