Una idea equivocada

Capítulo 2

La campanita de la puerta suena suave cuando entro. El aroma del café recién molido me envuelve como un abrazo tibio y reconfortante. El lugar está lleno, pero no abarrotado: lo suficiente como para sentir vida sin que me agobie. Es perfecto. Mesas de madera oscura, ventanales que dejan entrar la luz de la tarde y esa mezcla de jazz suave con los cuchicheos de estudiantes concentrados.

“El Grano Noble”, la cafetería más recomendada por todos los estudiantes que respiran cafeína como oxígeno.

Camino hacia la mesa más cercana a la ventana, dejo mi mochila, saco la laptop, mis apuntes, resaltadores y el cuaderno de notas. Una tarea de psicología del deporte me espera, junto con una revisión de mis antiguas rutinas de patinaje para un ensayo sobre el desarrollo de habilidades cognitivas en el arte competitivo.

Y claro, el café.

—Un espresso doble, sin azúcar —le digo al barista, y él asiente como si me entendiera a la perfección, como si supiera que lo necesito para sobrevivir.

Regreso a mi mesa, abro mi laptop y dejo correr uno de mis videos. La pantalla muestra una presentación de hace dos años: yo, girando en una combinación de saltos y piruetas con mi antiguo traje azul noche. La precisión, la velocidad, el aterrizaje limpio.

Cierro los ojos por un segundo y respiro hondo. Aún recuerdo cómo se sentía aquella presentación.

Estoy sumergida en mi ensayo cuando una sombra se cruza frente a mí. No necesito mirar para saber quién es.

—¿Qué haces aquí, princesa del hielo? Pensé que solo frecuentabas lugares que sirven té en tazas de porcelana y decoran con flores.

Levanto la vista. Rider Jeroff. Jersey gris, mochila colgada de un solo hombro y esa sonrisa torcida que grita "me divierte molestarte".

—Estaba disfrutando del silencio —respondo, sin perder la calma.

—¿Y qué mejor manera de arruinarlo que con mi presencia? —dice mientras se sienta sin ser invitado—. ¿Estás estudiando o buscando inspiración para otro giro dramático?

—Estoy escribiendo un ensayo sobre la psicología de los atletas. Pero gracias por la sugerencia; puedo agregar un párrafo sobre el ego desmedido de los jugadores de hockey.

Él se ríe. Claro que se ríe. Como si cada palabra mía lo entretuviera más.

—¿Eso que tienes en la pantalla es un video tuyo? —pregunta, girando un poco para ver—. Vaya, no sabía que eras tan fan de ti misma.

—Estoy evaluando mis errores técnicos, cosa que tú deberías hacer en vez de celebrar cada gol como si fuera el Mundial.

—Touché. Pero al menos mis errores no vienen acompañados de mallas brillantes.

—Y tu estilo sobre el hielo es equivalente al de un rinoceronte elegante.

—¿Existe eso?

—No, por eso la comparación es perfecta.

Llega mi espresso y lo tomo entre las manos como si fuera un escudo protector contra su arrogancia. Él se queda observando mi cuaderno.

—¿Siempre tomas notas tan ordenadas? ¿O es solo porque sabes que alguien va a espiarlas?

—No necesito impresionar a nadie, menos a ti.

—¿Estás segura? Porque este subrayado rosa es casi un grito de atención.

—¿No tienes práctica hoy? —pregunto, con la esperanza de que tenga que irse en cualquier momento.

—Más tarde. Me dijeron que este café era bueno, pero no sabía que también ofrecía espectáculo gratuito.

—Lamento decepcionarte, hoy no hay patinaje en vivo.

—No importa. Eres igual de entretenida cuando frunces el ceño y subrayas con furia.

Lo ignoro, o al menos lo intento. Pero él no se va, solo se inclina hacia atrás en su silla, como si este lugar también le perteneciera.

—¿Sabes qué es lo que más me gusta de ti? —pregunta, y yo lo miro, con una ceja alzada.

—¿El hecho de que no te soporto?

—Que nunca te callas. Aunque estés claramente irritada, siempre tienes una respuesta lista. Es... fascinante.

—Fascinante es cómo aún estás aquí sin que nadie te haya lanzado una taza.

—Porque me tienes cariño, aunque no lo admitas.

—Te tengo paciencia. Hay una diferencia abismal.

Él sonríe, como si acabara de ganar un punto en un juego que solo él está jugando.

Suspiro, porque Rider Jeroff es eso: una tormenta inesperada en medio de mi tranquila tarde. Pero por alguna razón —una que aún me niego a analizar— no me he levantado de la mesa.

Y él tampoco parece tener intención de irse.

***

Mi habitación huele a crema de coco y esmalte de uñas. Las luces cálidas, las almohadas desordenadas en el suelo y el altavoz reproduciendo una lista de reproducción de pop suave crean el ambiente perfecto para una noche de chicas. Estoy recostada sobre mi cama con una mascarilla de arcilla verde en la cara, mientras mis dos mejores amigas —Kam y Julie— están en el suelo, cada una con una copa de vino rosado.

—Te juro que cuando lo vi esta mañana en el comedor con esa chaqueta de cuero, casi dejo caer mi bandeja —dice Km, con los ojos iluminados como si hablara de un dios griego y no de Rider Jeroff.




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