Mucho antes de que la corona tocara su frente, ella ya era temida y respetada por los nobles y recordada en canciones por los bardos. No era una princesa común. Era una Alfa, hija de una antigua línea de guerreros nobles. Desde pequeña fue instruida en las artes del combate, la estrategia y la diplomacia, con el mismo rigor que los varones de la corte. Tenía una mente brillante, una voluntad de acero, y un corazón capaz de sostener con ternura al mundo entero si lo necesitaba. Aun así, había una suavidad en su forma de mirar, algo que no venía del poder ni del deber… sino de su alma.
Los pueblos la llamaban con un nombre lleno de reverencia: La Liora. No solo por su belleza —blanca como el alba, de cabellos largos como la noche y ojos de plata viva— sino porque, como la luna, ella era serena y luminosa, pero también poderosa y distante. Guiaba con firmeza, pero sin arrogancia. Amaba con profundidad, pero no cedía ante la manipulación de los hombres que querían controlarla.
Y fue entonces que lo conoció.
Un Alfa como ella. Un príncipe de tierras vecinas, enviado con una delegación para sellar la paz tras años de tensión entre ambos reinos. Alto, de voz grave, mirada oscura y caminar seguro, él no llegó con pretensiones. Llegó con verdad. En él no había codicia ni soberbia, solo un alma inquieta buscando algo más.
Se vieron por primera vez en el jardín del sur, bajo una pérgola de flores silvestres. Ella le habló sin títulos, él le respondió sin temor. Día tras día comenzaron a encontrarse, primero por deber, luego por costumbre… hasta que el deber se volvió deseo y la costumbre, necesidad. Y él, aun siendo un Alfa fuerte y respetado, no tuvo miedo en enamorarse de una mujer tan poderosa como él. De hecho, la admiró por eso.
Cuando le pidió matrimonio, no lo hizo con pactos políticos ni joyas deslumbrantes, sino con una promesa: “Si caminas a mi lado, caminaré a tu ritmo. No delante, no detrás. Solo contigo”.
Ella aceptó.
La boda fue un evento que unió reinos y desató lágrimas. Al atardecer, bajo un cielo teñido de rosa y oro, ella se convirtió en su esposa… y al amanecer del día siguiente, fue coronada reina. Él, su rey.
Y durante algunos años, todo fue justo. Juntos gobernaron con sabiduría, fortalecieron los lazos entre naciones, y el pueblo los adoraba. Eran distintos a cualquier otra pareja real. Se escuchaban. Se apoyaban. Reinaban unidos. Y todo parecía estar en equilibrio.
Hasta que una copa envenenada rompió la armonía.
Fue en una cena oficial, ofrecida a duques, condes y emisarios. Él bebió primero, como lo exigía la etiqueta, para luego hacer el brindis. Pero nunca alcanzó a terminar las palabras. Cayó al suelo, su cuerpo temblando, la copa rota en su mano. Ella corrió hacia él, gritándole su nombre, pero ya era tarde.
Nadie confesó. Nadie vio. Nadie supo.
Solo rumores comenzaron a circular como víboras: “Un Alfa no debía unirse con otra Alfa”, “el equilibrio se rompía”, “el linaje se ensuciaba”.
Palabras nacidas de la envidia. De la cobardía.
Y el precio lo pagó él.
Ella no lloró frente a nadie.
Pero en las noches, sola en su alcoba, gritaba hacia el cielo como loba herida. Se rompió en pedazos invisibles.
Y sin embargo, no cayó.
Se sostuvo por el recuerdo de él…
Y por el secreto que guardaba:
Estaba embarazada.
Su hija crecía en silencio dentro de ella.
La única chispa que quedaba de aquel amor.
Y así como protegió su reino con sabiduría, juró proteger a su hija con su vida. Nadie supo de su embarazo, nadie supo del milagro que llevaba en su vientre.
“Si mataron a un rey por atreverse a amar a una Alfa… ¿qué harán con la hija de ambos si saben que existe?”, pensaba.
Así que guardó silencio.
Y entre el luto, la fortaleza y la soledad, juró que aquella niña no sería una víctima.
Que crecería libre.
Que no sería una herramienta política ni un blanco del odio de los cobardes.
Ella seguiría gobernando.
En el silencio de la alcoba real, los muros antiguos y la luz del amanecer apenas se colaba entre los vitrales. El aroma de lavanda y cera ardiente se mezclaba en el aire. Sentada frente al espejo bruñido, la reina alisaba su largo cabello oscuro con un peine de plata tallada. Aunque damas de honor la servían a diario, gustaba de momentos de soledad.
El sonido de unos nudillos golpeando la puerta —toc, toc— quebró la quietud.
—Adelante —dijo, sin apartar la vista del reflejo.
La puerta se abrió y con reverencia y entró una joven sirvienta de rostro pálido, portando unos pliegos de pergaminos con sellos reales aún frescos.
—Mi reina… imploro disculpas, pero… es de urgencia —dijo, inclinando la cabeza con respeto—. Debéis firmar estos documentos cuanto antes.
—Claro, Lía. Déjalos, por favor, en la mesita del lado —respondió la reina con serenidad.
La joven obedeció y se retiró sin pronunciar otra palabra. La reina soltó un suspiro apenas audible y dejó el peine a un lado. Tomó los documentos con ambas manos y comenzó a leerlos detenidamente.
no pudo avanzar mucho, pues una punzada súbita la sorprendió desde el vientre. Jadeó y se llevó una mano temblorosa al abdomen, ya redondeado bajo sus ropajes.
—Por los cielos… —murmuró—
Se apoyó contra la mesa, sintiendo cómo los viejos temores regresaban. Pronto llegaría su hijo.
Entonces aquella noche oscura en la que, desvanecida por el dolor, se arrastró hasta las termas reales, su cuerpo bañado en sudor y sangre y sus labios apenas podían murmurar auxilio. fue Lili una sirvienta quien la halló.
—¡Mi señora! —gritó la sirvienta con espanto—. ¡… su sangre…!
—No… no digas nada… nadie debe saberlo… porfavor ayudame—susurró la reina entre dientes, aferrándose al mármol helado.
Sin pedir explicación ni exigir verdades, Lili la alzó como pudo y la llevó por los pasadizos secretos bajo el castillo, donde antaño se refugiaban las hechiceras del linaje lunar. Allí, en penumbra y con solo un cuenco de agua bendita, trajo al mundo a su hija.