Londres, 1814.
Cuando Casandra cumplió los trece años, supo que Dios nunca le devolvería sus ojos.
Y aunque pasó casi cinco años de aquel terrible descubrimiento, suficiente tiempo como para asimilarlo, la joven Collins nunca pudo superar el hecho de que jamás volvería a utilizarlos y, lo que era peor, que nunca hubo posibilidades de que tal vez podría pasar en un futuro como se lo hizo creer su padre.
Estaba enfadada. Estaba lo bastante enojada con Dios como dolida porque algo tan terrible tuvo que sucederle precisamente a ella, que amaba la vida más que a nada en el mundo. “¿Por qué?” solía preguntarse cada día en que, el aburrimiento de la tarde o los instantes en que no tenía nada por hacer, la sucumbían a un tormento que le hacía odiar la oscuridad que permanecía en sus ojos muertos “¿Por qué tuve que ser yo y no alguien más?” se decía y, aunque en su interior lloraba por su desgracia, prefería seguir sonriendo para no seguir preocupando a sus padres, que ya bastantes problemas tenían.
Una hija ciega en edad para casarse, una esposa con una rara enfermedad que a veces le quitaba el aliento, y un conde que debía encargarse de su familia sin saber cómo heredarles algo si él llegaba a faltar porque no existía un heredero como tal.
Casandra odiaba su vida, odiaba sentir que por su culpa las cosas no pueden ser más fáciles, pero por supuesto, no todo era tan malo, pues aquella mañana en que nuevamente se sumergía en sus pensamientos referente a sus ojos o a la enfermedad de su madre, Agnes, una doncella de ya cuarenta años quien la ha visto crecer de toda la vida, ingresó a la habitación con un entusiasmo que la asustó, pues la mujer, alegremente, se apresuró a cerrar la puerta mientras chillaba su nombre que creyó que por fin le habían dejado dar una vuelta por la ciudad.
—¡Niña Casandra! —decía la doncella yendo a tomarle las manos. Como siempre, Agnes sólo decía su nombre si se encontraban a solas, pese a que sus padres ya sabían de esa confianza desde hace varios años— ¡Llegó, llegó!
—¿Qué pasa, Agnes? —preguntó con una pequeña sonrisa al oír el entusiasmo en la voz de la mujer.
—¡La carta! —se la dejó en las manos, donde Casandra pudo sentir que estaba demasiado arrugada— ¡Es la respuesta a la que usted le envío a esos soldados!, ¿no es maravilloso, mi niña?
La sonrisa de la joven desapareció instantáneamente. Por supuesto que recordaba haberle pedido a Agnes que escribiera una carta —en la que ella dictaba— hacia nadie en particular, pues todo había comenzado el día, hace ya unos meses, en que escuchó a su padre leer sobre la guerra y comentó lo mucho que podrían estar sufriendo esos hombres. Recordó haberse sentido mal de sólo imaginar la tragedia que podría traer graves secuelas como lo fue la suya, y el horror de tener que vivir luego de haber pasado un evento tan traumático —desde su perspectiva— que no lo pensó dos veces cuando le pidió a Agnes que le ayudara a escribir una carta en la que daba los mejores ánimos y bendiciones a ese soldado afortunado que recibiría tal mensaje, relatándole lo que había hecho y sentido durante esos días con la esperanza de que dichas palabras le trajera un momento de paz a ese hombre que estuvo condenado a participar en la batalla.
No pensó que iba a recibir una respuesta, y quién sabe pudo haberlo leído, pero el temor de poder ser de alguien que la rechazara o se burlara de ella la hizo caminar hasta sentarse a un lado de la ventana, donde podría sentir el aire fresco que le ayudaría a soportar lo que sea que esté escrito en ese papel.
—¿Puedes leerlo por mí, por favor? —preguntó con la voz agobiada, sin saber si realmente quería escuchar lo que sea que le respondieron.
—Sí, por supuesto —Agnes, totalmente emocionada y ajena a los pensamientos de la joven, abrió la carta apresuradamente, que estaba manchada con tierra y tenía gotas de agua que ya se habían secado, y se dispuso a leer en voz alta. Sin embargo, con cada palabra dicha, su voz perdía entusiasmo para reflejar una lástima que hasta Casandra pudo sentir— “… He leído tu carta tantas veces que el papel ya comienza a deshacerse entre mis dedos. La tinta ha manchado la yema de mi pulgar como si fuera sangre, y, aun así, no me atrevo a guardarla con lo que queda de mis cosas. La llevo conmigo, doblada y casi ilegible, como un amuleto contra la crudeza del frío. No del clima, sino el que se filtra en los huesos cuando ya no queda alma que calentar.
Aquí, los días se confunden con las noches. Las ratas han perdido el miedo de la gente y los cadáveres el nombre.
Comemos lo que no merece llamarse alimento, y cuando dormimos, si es que podemos, lo hacemos con el corazón en guardia, como si fuésemos bestias acorraladas. Por mi parte, apenas logro tragar un bocado. No por falta de hambre, porque realmente muero por eso, sino porque algo en mí ha olvidado cómo recibir vida, de si debería seguir intentándolo y sobrevivir con la miseria de pan que apenas puedo conseguir. Me estoy perdiendo en la locura. Y justo cuando pensé que la muerte no tendría la decencia de anunciarse y me haría ir a buscarla, llegaron tus palabras...
No sé por qué escribiste dichas frases. Tal vez sólo imaginé que lo has hecho. Tal vez hablaste de flores, de olores, de sonidos, como quien cierra los ojos y finge estar en otro mundo. Describiste los pétalos como si los hubieras tocado con el alma, y por un instante me dejé engañar y sucumbirme a una bella alucinación. Olvidé el hedor a sangre y a la peste de la descomposición, pues no había pensado que pudiesen existir más colores más allá del gris o el negro.
#240 en Otros
#40 en Novela histórica
#842 en Novela romántica
romance prohibido, cartasdeamor, aristocracia nobles y caballeros
Editado: 16.07.2025