Una Luz para Almas Peculiares (prejuicios #2)

CAPÍTULO 5

ADVERTENCIA: Este capítulo contiene escenas de violencia física que podrían resultar ofensiva para ciertos lectores. Se recomienda discreción.

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En algún lugar de Francia, invierno de 1814

Oscuridad.

Esa es la primera palabra que se le viene a la mente al enfrentar otro día tan devastador como el anterior… ¿o acaso era de noche?

El viento silbaba como un espectro entre las ramas calcinadas de lo que antes fue un bosque. Ahora, la tierra no era más que solo un recuerdo de lo que alguna vez fue, y que solo había sido cruelmente destrozada por las pisadas de cientos de botas, ruedas de cañón, y el peso muerto de aquellos desafortunados que ya no verían otro amanecer. James Allen, otro pobre diablo de los cientos que hay, caminaba encorvado entre los cuerpos sin pestañear, como si no los viera, como si fuesen sólo otras piedras más en el paisaje devastador de dicha tierra maldita. El aire olía a pólvora, estiércol, a muerte y humedad, como siempre. Como desde hacía semanas, o quizás meses... o años.

El tiempo ya no importaba.

El lugar ya no importaba.

Todo parecía tan igual. El segundo tal vez sería una hora, el día bien podría ser la noche, no importaba cuando todavía el terror permanecía allí, disfrutando de atormentar a cualquier alma desamparada que se encontrara en aquel momento.

De pronto, en lo alto del cielo, las nubes, tan grises y sin alegría, comenzaron a llorar una lluvia tan helada que convertía la pólvora en lodo y el agua que caía por sobre su rostro se mezclaba en algo indistinguible del sudor o la sangre.

A sus veintiocho años, James parecía un espectro salido del mismísimo infierno. El uniforme británico colgaba de su cuerpo huesudo, desteñido, hecho un desastre con salpicaduras de sangre ajena y propia. Sus pómulos sobresalían tanto como las clavículas que se marcaban por debajo de su abrigo abierto. Ya no temblaba. El frío no lo alcanzaba. O quizás le daba hasta igual. Parecía que ya no le importaba ni siquiera el respirar.

Incluso no usaba sombrero. Lo había perdido hace dos días en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo contra un soldado francés que le había sacado el aliento con un golpe de su mosquete. James le devolvió el favor sin pensarlo. Desde entonces, por si faltaba algo más para agregar a su deplorable aspecto, su cabello pelirrojo, empapado ahora por la lluvia, caía sobre su frente que ya tenía un tono pálido fantasmagórico.

No quedaba nadie de su escuadra. Tal vez había sobrevivientes, pero estaban dispersos por el caos. El Ejército Británico, en conjunto con portugueses y españoles, había avanzado hacia el sur de Francia en los últimos meses de la guerra. Wellington empujaba al ejército napoleónico hacia el colapso, pero a qué precio. Se peleaba con mosquetes, con bayonetas oxidadas, cuchillos de caza, incluso piedras si hacía falta. El rugido de los cañones británicos ya no tronaba. Se habían quedado sin munición esa misma madrugada, pero no importaba cuando las victorias se contaban en metros de barro y litros de sangre.

Ahora todo era silencio… o casi.

James respiraba con dificultad. No hace mucho había conseguido esconderse en los restos de una casa que había sido arrasada por las balas de cañón, sólo para descansar un momento cuando el hambre le hacía rugir el estómago, aunque el olor a carne putrefacta le causaba nauseas. No contó con que, frente a él, apenas a cinco pasos de distancia, otro hombre respiraba igual de agitado. Un soldado francés joven, lleno de barro y pálido como él.

Ambos se miraron, expectantes, sabiendo que ninguno estaba armado, a esperas de que el otro reaccione. El francés soltó una risa ronca y en un tono de alguien ya perdido en su cordura, dijo algo que sonaba a:

Nous mourrons comme des rats.

Y James, con la serenidad de un sepulturero, asintió. Porque era cierto: “moriremos como ratas”.

Pero algo en su interior pareció hacerlo cambiar de opinión. No pensaba morir. No aún. No podía. No debía hacerlo.

El francés se abalanzó primero, con un cuchillo desgastado. James lo esquivó y rodaron por el barro, forcejeando contra él. La lluvia lavaba la sangre, pero no la desesperación, no el terror de no saber cuál sería su futuro: si seguir respirando en esa oscuridad o no volver a abrir los ojos para el siguiente día. James sintió la punta del cuchillo rozar su oreja, y en ese instante, mientras ambos jadeaban con violencia, sus manos buscaron el cuello del enemigo.

Y apretó.

Apretó como sólo alguien que busca desesperadamente sobrevivir lo haría. Sin placer. Sin gritar. Sin reír. Sólo suplicando que todo sucediese de la manera más rápida posible.

Si bien siempre elegía salvar a los más débiles, a los desarmados, a los temblorosos, pagaba un cruel precio al convertirse en algo que detestaba, porque si bien había algo que le decía que debía vivir, no creía merecer nada más que el culparse por sus métodos de supervivencia.

Sabía que, si moría o si se alejaba de sus privilegios, Charles heredaría el ducado. Pobre mocoso. No lo envidiaba. Ser un Allen era condenarse a la excentricidad, al desprecio de una sociedad que se espantaba ante su peculiaridad. ¿Y qué título importaba, cuando uno no podía dormir sin ver a los cadáveres torturarlo con sus presencias?




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