La luz cegadora no fue lo único que Kaia sintió al despertar en ese lugar, pero fue lo primero que la conectó con la realidad. Poco a poco, su mente comenzó a discernir formas, colores, y sonidos que llegaban a sus oídos como un eco lejano, hasta que finalmente pudo ver y escuchar con claridad. Estaba en una jaula, encerrada por gruesos barrotes de acero. Sus manos, aún entumecidas, estaban cubiertas por un líquido espeso y pegajoso. Una gota de aquel fluido escurría lentamente por su rostro, hasta que llegó a sus labios. Era miel. Con esa revelación, un súbito escalofrío recorrió su cuerpo, como si algo dentro de ella se hubiera activado de golpe.
No, no podía ser cierto. Su mente corría tan rápido como los latidos de su corazón. La miel escurría desde su cabeza, empapando todo su cuerpo. Su túnica oscura estaba completamente impregnada, pegajosa, y cada movimiento se volvía incómodo y desesperante.
Kaia se aferró a los barrotes de la jaula y los sacudió con todas sus fuerzas, como un animal atrapado que busca escapar. Pero fue un grito ahogado lo que la hizo detenerse y girar la cabeza.
—¡Ancestros, perdónenme! ¡perdónenme! —decía un hombre en la jaula contigua. Estaba acurrucado, balanceándose de un lado a otro, con las manos enredadas en su cabello apelmazado por la miel—. No quiero, no quiero... no quiero...
Sus gritos solo lograban poner a Kaia más nerviosa. Respiraba con dificultad, luchando por encontrar una salida en aquella pequeña jaula donde ni siquiera podía ponerse de pie. Su cabeza ya tocaba la parte superior de su prisión. Alrededor de ella, solo podía ver otras jaulas, cuyos ocupantes empezaban a despertar de su propio letargo. Uno por uno, cada preso se daba cuenta de su situación, y sus reacciones no diferían mucho de la del primer hombre.
El pánico había tomado forma en aquella habitación de paredes de piedra, alzándose como una criatura viva que devoraba cualquier rastro de esperanza. Un sonido metálico y sordo, proveniente de otro rincón, llamó la atención de Kaia. Miró en la dirección del ruido y vio a una persona cuya jaula había sido volcada, de algún modo, sobre uno de sus costados. No podía distinguir si era un hombre o una mujer. Su máscara estaba sucia, cubierta de algo oscuro que parecía tierra. Las mangas de su túnica estaban subidas, revelando brazos llenos de cortes profundos y sangrantes, junto con otras marcas menos pronunciadas, como si esa persona hubiera estado cavando con sus propias uñas en su piel.
La figura se movía frenéticamente, arrancándose mechones de cabello mientras lanzaba un grito gutural, animal. Intentaba desesperadamente liberarse de la miel que la cubría, como si la sustancia hubiera contaminado su alma. Kaia no pudo soportar más esa visión y bajó la cabeza, cerrando los ojos con fuerza mientras respiraba hondo, tratando de mantener la calma.
En su mente, intentaba repetirse que todo estaría bien. Pero los gritos, sollozos y golpes resonaban en todas direcciones, haciéndolo cada vez más difícil. Siempre había sido un desafío no contagiarse del terror y la desesperación que tan comúnmente dominaban a todos.
Hablar consigo misma y escapar a través de la imaginación era lo único que la mantenía a salvo del abismo. Pero allí, en medio de esa conmoción, el miedo se aferraba a ella, su garganta se cerraba, y la ira comenzó a hervir dentro de su pecho. Sabía dónde estaba y lo que sucedería si un guardia escarlata aparecía, pero no quería darles la satisfacción de ver su miedo. No en sus últimos momentos.
—¡Escúchenme! ¡Acabo de recibir una revelación! —gritó Kaia, intentando que su voz resonara por encima del caos.
Algunos presos dejaron de sollozar y levantaron la cabeza, dirigiendo sus miradas enmascaradas hacia ella. Otros, atraídos por el súbito silencio, también voltearon, y finalmente, todos la escuchaban.
No estaba segura de lo que estaba haciendo, las ideas iban y venían, pero su instinto le dijo que debía actuar. Fingir ser una de las "Voces de los Ancestros", aquellos que supuestamente recibían mensajes divinos.
—Las inclemencias que se ciernen sobre vosotros no son más que la última prueba para asegurar que sois dignos de la libertad... La libertad que solo vuestras almas recibirán después de la muerte —dijo, haciendo una pausa para evaluar la reacción de los demás. El silencio se mantenía, y todos estaban atentos a sus palabras, como si realmente fuera una "Voz"—. Recordad, el cuerpo no es más que un frágil recipiente, fácilmente influenciable por cualquier demonio. Entonces, ¿por qué os desesperáis cuando la tan ansiada libertad está tan cerca?
Su voz había adquirido la solemnidad característica de las verdaderas Voces. Solo esperaba que sus palabras fueran suficientes para evitar preguntas, como solía suceder.
—C—creí... creí que los Ancestros solo se comunicaban con las Voces —dijo una voz masculina desde el extremo de la habitación.
—Soy una de ellas —respondió Kaia con seguridad, aferrándose inconscientemente a los barrotes—. También a mí me han puesto a prueba.
—Pero... no llevas el traje habitual, ni los instrumentos de una Voz —replicó otro al fondo.
Era cierto. No llevaba la túnica blanca, ni el cabello trenzado, ni siquiera un incensario colgando de su cintura. Y justo cuando estaba a punto de responder, un sonido metálico interrumpió sus pensamientos.
La puerta de hierro se abrió con un chirrido ensordecedor, haciendo que todas las cabezas se giraran hacia la entrada.
Un guardia escarlata apareció. Su máscara negra se fundía con la oscuridad, y su túnica roja, lo hacía parecer un cadáver decapitado que flotaba en la penumbra. Se paseó por la habitación a paso lento, casi arrastrando los pies dirigiendo su cabeza de un lado a otro inspeccionando a cada uno.
—Bueno, bueno, ¿a qué se debe tanta calma? —preguntó el guardia, cuya voz, además de su silueta, revelaba que era un hombre.
Se agachó frente a uno de los prisioneros, su tono malicioso y lleno de diversión.