Una Mentira Para Cada Ocasión

Una promesa

Continuaron su trayecto hasta bien entrada la tarde. Kaia no se había dado cuenta de lo lejos que estaban de casa, a pesar de que el Probatorio siempre era visible desde cualquier punto del pueblo. Ese lugar, imponente y sombrío, servía sin duda como recordatorio del destino que aguardaba a quienes osaban desobedecer a los guardias escarlata.

Finalmente, con el sol ya ocultándose, llegaron al pueblo. Las casas de piedra gris, con techos de ramas entrelazadas y arcilla, se veían tan lúgubres como siempre. Las calles, casi desiertas, eran estrechos pasadizos formados por las viviendas apretadas unas contra otras.

La gente ni siquiera les prestaba atención, absorta en sus propios asuntos. Sus rostros, ocultos tras máscaras blancas, los perpetuos sellos para protegerse de los demonios, se mantenían impasibles. Vestían túnicas oscuras y holgadas que ocultaban por completo sus cuerpos, como si estos fueran una ofensa para los ancestros y una tentación para los demonios.

La avaricia, la envidia, los celos... esos eran los nombres de los demonios que acechaban en cada grieta, en cada esquina, detrás de cada nube o tormenta. Solo necesitaban una chispa, un pequeño impulso, para manifestarse.

Kaia notó que las piedras de aquellas casas parecían tener un tono distinto, más claro y deslavado que el de su propio hogar. Las calles, más largas y estrechas, le resultaban extrañas.

—¿A dónde vamos? —preguntó Kaia a Damien.

—Primero iremos a la casa del Señor Maxwell, a menos que quieras que mamá y papá se enteren de nuestras maravillosas aventuras —respondió Damien, sentado en el asiento delantero de la carreta, mientras hacía un gesto amplio con la mano, como si quisiera abarcarlo todo.

Un guardia pasó junto a ellos, patrullando la calle con una mano apoyada en la empuñadura de su espada, preparado por si alguien decidía causar problemas. Kaia apartó la mirada, temiendo que si lo miraba directamente, descubriría todo lo que habían hecho.

Llegaron a la casa, que, a simple vista, era igual a todas las demás. Lo único que la diferenciaba eran las macetas con flores marchitas a ambos lados de la puerta y las múltiples cerraduras que Maxwell había instalado.

—¿Cómo se supone que vamos a abrir eso? —preguntó Kaia, desconcertada. Clint, sin embargo, se adelantó y saltó de la carreta con un manojo de llaves en la mano. Esta vez eran llaves de verdad, y no las varillas que había llevado al Probatorio.

—Clint vive con el Señor Maxwell —respondió Damien, adelantándose a la pregunta que Kaia tenía en la punta de la lengua.

—¿Desde cuándo? —preguntó, sorprendida. No sabía de dónde había salido aquel chico.

—Desde hace bastante —contestó su hermano, mientras pasaba al lado de la carreta y acomodaba al Señor Maxwell sobre su espalda—. Claro, no has salido de casa desde aquel día.

Para Kaia era habitual no salir durante largos periodos. Había momentos peligrosos para que una mujer anduviera por Aonaran, especialmente cuando los guardias, aburridos en sus cuarteles, decidían llevarse a una o dos mujeres del pueblo "para asistirlos". No es que les importara si eran hombres o mujeres, pero a las mujeres solían llevárselas con mayor facilidad.

Kaia ayudó a Damien a acomodar a Maxwell sobre su espalda y caminó detrás de él, asegurándose de que no cayera. Clint ya había abierto la puerta y estaba encendiendo algunas velas.

Desde donde estaba, Kaia podía observar el caos que reinaba en la sala, si es que se le podía llamar así. El suelo, las sillas y las mesas estaban cubiertos de todo tipo de trastos: canastas, platos, vasijas de barro, fragmentos de metal y telas. Suspendidas del techo por hilos, se mecían elaboradas figuras de papel, creaciones disparatadas que solo la mente de Maxwell podía imaginar. Las corrientes de aire las impulsaban de un lado a otro, haciendo que cualquiera pudiera imaginar cómo serían aquellos artefactos si pudieran realmente volar más allá que sólo en la imaginación.

Los que a Kaia le parecían más interesantes eran aquellos que imitaban las alas de algún pájaro, que su hermano había pintado en alguna ocasión. Gracias a pigmentos que Maxwell había elaborado, su hermano había podido pintar con algo más que carbón. Por primera vez, pintó los verdaderos colores de un atardecer, de los árboles en cada estación, de una rosa.

A veces, Kaia sentía que la aparición de Maxwell en sus vidas era como una pequeña pieza de un rompecabezas inacabado, una que hacía lo imposible parecer algo más que un simple sueño de dos niños.

—Clint, por favor, lleva a Bexley al establo y dale agua y comida —pidió Damien, mientras entraba a la habitación con Maxwell aún sobre su espalda.

Clint salió sin decir palabra, solo se rascó la cabeza rubia, como si no estuviera ya lo bastante despeinada. Para llegar al establo detrás de la casa, tendría que rodear la calle, ya que las casas estaban tan juntas que no había otro camino.

Kaia se acercó a la habitación de Maxwell y echó un vistazo. La luz se colaba a través de las rendijas de la madera de la ventana trasera. Su hermano ya estaba abriéndola y la luz pegó de lleno en la máscara de Maxwell, que yacía extendido en la cama.

—¿Crees que es otro de esos episodios de histeria?

—Lo he estado pensando todo el camino —dijo Damien, acercándose a Maxwell y tomando su muñeca para revisar su pulso—. Cuando le preguntaste sobre los arbustos, dijo que no lo recordaba.

—Lo más probable es que haya recordado algo durante la explosión. Aunque también pudo simplemente haberse golpeado la cabeza —comentó ella.

El señor Maxwell tenía momentos esporádicos en los que parecía recuperar memorias de cosas inexplicables. A veces las veía en sueños, otras simplemente venían a él mientras hacía bocetos de inventos. Pero si un recuerdo era demasiado claro tenía un ataque de histeria, donde no paraba de hablar y contar de forma demasiado rápida lo que recordaba. En esos segundos Damien y Kaia trataban de anotar, si podían, lo que decía, pero al final era inútil. Nada tenía sentido, ni para el propio Maxwell una vez acabado aquel episodio.




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