Cuando era niño, creía que la felicidad se sostenía en dos pilares: el amor y la atención de mi padre, y el reconocimiento del mundo. Pero pronto comprendí que era ingenuo al pensar que tenía al menos una de esas dos cosas.
Recuerdo Auxfan como ese lugar donde, sin importar cuán alto levantara la vista, el sol siempre parecía ocultarse entre los rascacielos, como si temiera ser descubierto por mí. Así era también el afecto de mi padre. Lo buscaba incansablemente y me conformaba con apenas un rayo de su calor, pero nunca llegué a conocer su verdadero amor, del mismo modo en que en Auxfan jamás llegué a ver el sol.
Los primeros años de mi vida transcurrieron en la comodidad de la riqueza de mis padres, aunque de niño no era consciente de ello. Me perdía en los solitarios pasillos de aquel castillo, imaginando batallas interminables. Las armaduras en cada rincón se convertían en mis peores enemigos, mis aliados, y mi familia, mientras yo me erigía como el único salvador de un mundo de fantasía.
Había tanta alegría y regocijo en esas épocas que no era extraño que las festividades en honor a la cosecha duraran al menos una semana. El castillo vibraba de día y de noche, y mi inquietud me impedía obedecer a mi madre cuando me pedía que me fuera a dormir temprano. Escapaba en silencio y me colaba entre las carpas de los festejos, donde aprendí a hacer de todo un poco: desde tallar calabazas y crear collares de frutos secos, hasta mi mayor orgullo, una corona de flores. Me sentía afortunado, pues sabía que las flores no solo representaban el poder de mi familia, sino también la fertilidad de nuestra tierra. Para mí, esa corona era el adorno perfecto para mi padre, el Rey de Halcyon.
No lo había visto en todo el día, y cada persona a la que preguntaba por él me daba respuestas vagas, hasta que finalmente una mujer alta, de ojos tan claros que por un momento pensé que era ciega, me indicó con una sonrisa que ahora reconozco como una burla que mi padre estaba en el pasillo donde se encontraban las habitaciones de los invitados.
Corrí hacia allí, con una sonrisa en los labios, imaginando lo feliz que estaría cuando le entregara mi corona de flores. Ni siquiera pensé en las consecuencias cuando vi la puerta entreabierta en ese pasillo oscuro. Podría haber esperado afuera, llamar a la puerta y preguntar si alguien lo había visto, pero las ilusiones solo necesitan un segundo para ser destruidas. Y yo solo necesité cruzar ese pasillo en medio de la noche para que mi vida cambiara por completo.
Tardé tal vez unos segundos o quizá fueron minutos, no lo sé. Pudo haber sido una eternidad mientras trataba de entender lo que estaba viendo. La habitación estaba oscura, y la única luz provenía de las ventanas abiertas, detrás de la silueta de mi padre y de la mujer con la que estaba... besándose. Entre sombras y telas, no comprendía si era mi imaginación o si sus manos realmente estaban debajo de su vestido. Me quedé petrificado. El estómago me dio un vuelco y sentí como si de repente se hubiera transformado en un agujero vacío.
Mi padre era todo lo que yo anhelaba ser. Él profesaba un amor tan grande por mi madre que, a veces, no entendía cómo otros no podían ser igual de felices que ellos. Parecía tan sencillo. Tan sencillo como lo fue lanzarme fuera de la habitación de un empujón. Caí al suelo de espaldas, y el impacto de mi cabeza contra las baldosas resonó en el eco del pasillo vacío y oscuro. Todavía puedo escuchar su voz, nítida en mi memoria, cuando dijo: "¿Qué haces aquí, maldito bastardo?"
Me agarró del cuello y me estampó contra la pared detrás de mí. El dolor se extendió desde mi cabeza a cada parte de mi cuerpo como una descarga eléctrica. "Si le dices algo de esto a tu madre, estás muerto."
En esos ojos, en los que antes creí ver solo afecto y cariño, reconocí el más profundo odio, y me aterroricé. Sus palabras eran sinceras, y el fuego de una ira incontrolable brillaba en su mirada. Seguí forcejeando, luchando por respirar mientras perdía la conciencia entre patadas y manotazos desesperados.
A veces me pregunto si Ruslan no se arrepiente de no haberme matado ese día. Si se arrepiente de haber escuchado a Mirka cuando le gritó que me soltara. Porque a partir de ese momento, reconocí a mi padre como mi único enemigo.
Las siguientes horas no fueron mejores. Ruslan buscó a mi madre y le contó, con la misma habilidad con la que un artista da vida a su obra, que había encontrado a su querido hijo al borde de perder la conciencia, después de que un grupo de niños se hubiera metido conmigo. Según él, todo había sido mi culpa, porque yo los había humillado, presumiendo de lo que poseía, y ellos, en un acto de venganza, me habían dado una lección.
Estaba atónito. No pude decir ni una palabra porque su actuación era tan convincente que cada frase sonaba como una verdad indiscutible, y en sus ojos no había más que preocupación y tristeza por mí.
En mi interior empezó a hervir algo que jamás había sentido. Fue como un doloroso y prolongado pinchazo en el corazón: odio, el más espeso odio que se puede sentir por quien se amó tan profundamente una vez.
Aquella amabilidad que solía ver en él adquirió un nuevo y oscuro significado. Me encargué de vigilarlo de cerca, pero ya no lo hacía por admiración, sino porque necesitaba descubrir qué más se escondía detrás de esa máscara de devoción y bondad. Así comprendí que, para mi padre, el poder no radicaba en la verdad, sino en las mentiras bien contadas, adornadas con una actuación impecable. Esas eran las armas que le ganaban aliados, no la sinceridad.
En los libros y juegos que solía disfrutar, se decía que, en tiempos antiguos, los reyes eran elegidos por sucesión, provenientes de familias consideradas las más dignas de gobernar. Eran los mejores, descendientes de líderes capaces de soportar el peso de un reino entero sobre sus hombros. Durante mucho tiempo, yo había llamado erróneamente a mi padre "Rey", porque vivía inmerso en mis fantasías y quería creer que formábamos parte de esa noble línea de sangre. Pero en Halcyon, no existe la realeza; solo la riqueza, el talento y el conocimiento permiten a alguien sobresalir. Pero, aunque tratemos de no repetir las historias del pasado, si observamos más de cerca, es posible que solo estemos recreando la misma narrativa, pintándola con colores distintos.