Las calles oscuras y silenciosas serpenteaban por cada esquina, mientras los grillos cantaban su enérgica melodía. Solo los más insensatos se atrevían a deambular por la noche, pues en la penumbra se ocultaban los demonios, habitantes naturales de la oscuridad.
Kaia y Damien no habían tenido suerte esa noche. Solo encontraron un conejo en las trampas de los cazadores. Como la cacería estaba prohibida para quienes no la ejercieran como profesión, se limitaban a robar las presas furtivamente.
El pie de Damien seguía recuperándose, pero no le impedía manejar la carreta ni vigilar. Sostenía una lámpara con una mano, mientras la otra empuñaba una daga, listo para cualquier eventualidad. A lo lejos, los aullidos de lobos hambrientos resonaban en la distancia, quizás tan hambrientos como ellos. Kaia, con una rama en mano, deambulaba entre los árboles del bosque, tanteando el suelo en busca de trampas sin activar.
De pronto, un leve crujido en los arbustos la alertó. Dirigió la luz de la lámpara hacia el origen del sonido y vio unas hojas agitándose. Se acercó y, tras apartar las ramas, descubrió unos ojos grandes y asustados que la observaban. Era una cría de jabalí, atravesada por una estaca de madera, presa de una trampa que no lo había matado, sino que lo había clavado al suelo. Colocó la lámpara en el suelo y, con una rápida estocada, acabó con el sufrimiento del animal. Tal vez porque la necesidad de comer era más grande que la misericordia, matar a un animal era más sencillo que a un humano.
Kaia retiró la estaca del cuerpo inerte del jabalí y lo tomó por las patas traseras. Tras recoger la lámpara, se preparó para regresar con Damien, cuando un sonido peculiar, como el canto de un pájaro captó su atención. Lo escuchó una segunda vez y apagó rápidamente la lámpara. El tercer canto confirmó que era Damien: una advertencia de que los guardias podían estar cerca.
Se quedó quieta, agachada, con la vista fija en el entorno. Nada parecía moverse, pero la luna brillaba demasiado, haciendo más fácil que la descubrieran. Esperó en silencio hasta que el mismo canto se repitió tres veces. Encendió la lámpara y avanzó con rapidez, cuidando de no activar ninguna trampa en el camino ya explorado. Cuando llegó a su hermano, lo encontró con la lámpara apagada.
—¿Guardias? —preguntó.
—Sí, pero pasaron de largo. No parecían estar en sus cabales, regresaban al cuartel —respondió Damien, tomando la lámpara de su mano y colgándola en el mástil improvisado que habían erigido para guiar su camino.
Damien levantó el jabalí y lo colocó en la lona junto al conejo robado de otro bosque cercano. Luego, cerró la lona y se prepararon para regresar a casa, Kaia se sentó junto a Damien. Solo el sonido de los cascos del caballo rompía el silencio de la noche. Era el segundo caballo que tenían; después de la muerte del primero, llamado "Sally", habían decidido no ponerle nombre ni encariñarse con este, conscientes de que, en tiempos de escasez, podrían terminar comiéndoselo. Pero el esfuerzo era inútil: todos lo llamaban "chico" o "muchacho", y Kaia notaba cómo su padre lo acariciaba y le hablaba cuando nadie lo veía. Su madre también observaba en silencio desde las ventanas, incapaz de reprocharle nada.
—Quiero preguntarte algo —dijo Kaia, rompiendo el silencio.
—Mmm, dime —respondió Damien, su voz cargada de cansancio.
—¿Qué ocurrió en el puente? —había postergado esa pregunta, pero las imágenes del suceso aún revolvían su estómago cada vez que lo recordaba.
—No lo sé —suspiró Damien, como si aquello también le diera dolores de cabeza—. He intentado preguntarle al señor Maxwell, pero no recuerda nada. Su último recuerdo es estar bajando la colina del Probatorio.
—Entonces, recordaba el puente... lo que sea que hizo para que todo explotara... y lo olvidó de nuevo durante la explosión.
—Eso parece —respondió Damien con una entonación que sugería que aún guardaba algo más.
—¿En qué estás pensando? —Kaia lo miró, temiendo la respuesta.
—Si supiera cómo lo hizo, podría ser útil.
—Damien... —La sola idea la horrorizaba. Recordaba con claridad cómo los guardias habían sido reducidos a simples fragmentos de carne y hueso esparcidos por todas partes. La recorrió un escalofrío que no supo disimular.
—He preguntado de todas las formas posibles cómo lograr un resultado así. Pero el señor Maxwell me responde como tú, como si fuera impensable.
—No creo que sea el mejor camino. Mucha gente podría salir herida.
—¿Y cuántos de ellos crees que te incluyen en sus oraciones a los ancestros? —replicó Damien, sin apartar la vista del camino.
De pronto, Damien señaló hacia adelante.
—Algo se está quemando.
Una columna de humo espeso y el crepitar de las llamas se alzaban metros más allá. No había forma de dar la vuelta con la carreta en aquella calle angosta. A medida que se acercaban, las llamas crecían más y más. Frente a ellos, en el centro de la calle, una de las casas estaba siendo devorada por las llamas. A diferencia de las demás viviendas, que solían agruparse una junto a otra, esta se encontraba apartada, creando una pequeña plaza alrededor, flanqueada por otras casas en semicírculo. Era una de las residencias de las "Voces de los Ancestros", casas que solían destacarse por estar construidas con piedras blancas. Pero aquella, ahora, parecía pintada con fuego y humo.
Damien detuvo la carreta, desconcertado, mientras una multitud observaba en silencio, sus máscaras iluminadas por el resplandor del fuego. De entre la multitud, un hombrecillo tambaleante y calvo se separó del grupo y caminó hacia ellos. Kaia estuvo a punto de tirar de las riendas del caballo para alejarse, pero Damien la detuvo, posando una mano firme sobre la suya.
—¡Ya vienen, ya vienen! —gritó el hombre, agarrando la túnica de Damien con desesperación, mientras señalaba hacia atrás, como si el peligro se acercara inminente.