Una Mentira Para Cada Ocasión

La Coronación

—Me vas a arrancar el brazo, ya suéltame —protestó por décima vez aquella noche.

—No, no te soltaré hasta que juegues conmigo —insistió ella, frunciendo el ceño con esos ojos ámbar que comenzaban a resultarle molestos.

—Está bien, solo suéltame —respondió con resignación mientras sujetaba su muñeca tratando de alejarla.

Ella lo observó con los ojos entrecerrados y, con desconfianza, retrocedió unos pasos. Le dio espacio para que se acomodara la ropa y se sentara frente al tablero de ajedrez.

Con una expresión indiferente, como de costumbre, la niña se sentó frente a él y comenzó a organizar las piezas con sus manos pálidas. Él, buscando una excusa para evitar la partida, tomó una pieza y la dejó caer disimuladamente, observando cómo rodaba por el suelo. Se levantó despacio para recogerla, pero apenas la tuvo en la mano, salió corriendo por el pasillo.

La consideraba una niña insoportable. ¿No habían jugado ya suficientes partidas? ¿Cuántas más necesitaba para darse cuenta de que ambos estaban en el mismo nivel? Pensó que, después de diez partidas, todo estaba más que claro. La mayoría de los juegos terminaban en empate, pero él estaba harto de ajedrez. Quería jugar con los otros niños, los hijos de los amigos de su madre, pero la niña no le daba tregua.

Mientras corría por los largos pasillos, esquivó a los invitados y a los empleados que se cruzaban en su camino. Por poco no tumbó varios floreros y esculturas de mármol. Incluso casi choca contra una ventana. Fue entonces cuando se encontró de frente con su mejor amigo, cayendo al suelo en un estruendoso choque.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué corres? —se quejó su amigo, frotándose la cabeza mientras su cabello rubio quedaba desordenado.

—Levántate rápido —le urgió, incorporándose de un salto y tendiéndole la mano.

—¿Adónde vas? Tenemos una partida sin terminar —se oyó la voz de la niña detrás de ellos, con un tono de reproche que les hizo estremecer.

El amigo lo miró con una expresión aturdida y empezaron a correr de nuevo huyendo de la niña.

—¿Otra vez esa mocosa insoportable? —preguntó—. ¿Por qué la sigues invitando?

—Yo no la invité, fue mi madre.

—Pues dile que no lo siga haciendo —dijo, mirando hacia atrás con una mueca—. Está loca.

En ese instante, una de las zapatillas de la niña voló por el aire y casi le golpea.

—¡No eres un rival digno, cobarde! —gritó ella, su voz cargada de frustración.

—¡Déjame en paz! —respondió él, exasperado.

—¡No me iré hasta que te venza en un torneo! —la niña no se rendiría. Estaba dispuesta a ir a la casa del niño todos los días, hasta el próximo torneo que sería en seis meses.

Los dos amigos giraron rápidamente en un pasillo, y, al ver una puerta entreabierta, la aprovecharon para esconderse. Se agacharon vigilando por debajo de la puerta mientras observaban cómo el vestido rojo y pomposo de la niña se alejaba lentamente.

—Parece que ya se fue —susurró su amigo, con una sonrisa de alivio.

Salieron riendo, pero apenas dieron unos pasos despreocupados cuando escucharon la voz de la niña otra vez. Se miraron, sabiendo que, si no corrían, tendrían que enfrentarse a ella de nuevo. Con una última carcajada, echaron a correr escaleras abajo, casi chocando con un mesero que llevaba copas de vino. El pobre hombre tuvo que sostenerse del barandal de madera para no volcar todo.

Al girar en otro pasillo, terminaron en uno oscuro, iluminado únicamente por la luz que se filtraba a través de un agujero en el suelo. El niño reconoció el lugar y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Su amigo, sin embargo, parecía más intrigado que asustado.

—No deberíamos estar aquí —le advirtió, intentando apartarlo.

—Espera, creo que hay unas escaleras —dijo su amigo, inclinándose hacia el agujero.

—Vamos, tenemos que irnos. Creo que escuché su voz, se está acercando.

—No, nos verá si nos quedamos aquí. Vamos. —Su amigo tomó su mano y lo arrastró hacia el agujero en el piso.

—No quiero bajar, es peligroso.

—¿Tienes miedo? —preguntó su amigo, frunciendo el ceño con incredulidad.

—Sí, vámonos de aquí. No me gusta este lugar —mintió, aunque la preocupación se reflejaba en su rostro.

—Entonces, yo iré primero —dijo el amigo antes de correr escaleras abajo.

Sin más opciones, el niño lo siguió, bajando los peldaños con torpeza. Su amigo ya estaba frente a una puerta de madera, mirándola con fascinación, como si fuera un tesoro oculto en lugar de una simple puerta con decoraciones talladas y una manija de acero.

—Espera —intentó detenerlo, pero ya era demasiado tarde. Su amigo abrió la puerta.

Dentro, no había nada particularmente sorprendente. El mismo mármol en el suelo, una mesa, una cama y una pequeña alfombra nueva. Todo tenía el mismo estilo que el resto de la casa, salvo por una planta que añadía un toque de frescura. No había secretos, no había tesoros.

—Vamos, no podemos estar aquí —insistió, tirando de su amigo.

—¡Así que aquí se escondían! —gritó la niña desde la entrada.

El niño giró, molesto. La situación solo empeoraba. La niña bajó con rapidez y dio un vistazo a la habitación por encima del hombro de su amigo.

—¿Qué haces aquí? —le espetó con ira, justo cuando una figura apareció en las escaleras.

—Ciertamente no deberían estar aquí —dijo una voz grave. Era el señor Dugan, con una mano se apoyaba en la pared y con la otra se sostenía del bastón que había recibido de la abuela del niño.

—Yo intenté detenerlo, Señor —dijo, agarrando a la niña por la muñeca, pero ella lo apartó con molestia.

—Habíamos hablado de esto, ¿no es así? —La mirada de Dugan era inquisitiva, aunque su voz permanecía calma. Sabía que lo había decepcionado, sus ojos parecían decírselo en silencio.

—Lo siento, de verdad. No sé cómo terminamos aquí —se disculpó, mientras su amigo y la niña lo miraban alternativamente a él y al señor Dugan, sin lograr comprender qué sucedía.




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