El día empieza abriendo una ventana, los rayos del sol saludándolos primero. Los incesantes sonidos de la ciudad llenan la casa rápidamente: el traqueteo de las carretas tras los caballos y los murmullos constantes de conversaciones mundanas.
Una pregunta ronda siempre la cabeza de Kaia, como un susurro que se cuela cada vez que abre la ventana y ve el bosque que rodea la ciudad: "¿Cómo sería nuestra vida si no estuviéramos aquí?" Y luego surge otra más inquietante: "¿Qué clase de mundo habrá más allá de ese bosque?" Sabe que esas preguntas no la llevarán a ningún sitio. Los Ancestros ya han dado sus respuestas para cada una de ellas.
Recuerda haber hecho esas mismas preguntas a su madre cuando aún era una niña.
—¿Qué hay en el bosque?
—Los demonios que se liberan cuando alguien muere —respondió su madre, con aquella certeza que nunca dejaba lugar a dudas.
—¿Por qué no podemos ir al bosque?
—Nos matarían antes de que pudiéramos cruzarlo.
De pequeña, todo eso le parecía absurdo. Tenía la sensación de que en su lado del mundo el sol brillaba menos, y que más allá de ese bosque la vida era divertida, extraña e inquietante. Quería descubrir un lugar donde pudiera caminar sin que su madre le siguiera repitiendo las mismas advertencias: "El mundo afuera es peligroso", "No te acerques a nadie". Eran las únicas palabras que Kaia escuchaba una y otra vez.
Decidida a desafiar esas normas, esperó el momento oportuno. Era el día de intercambios con la Guardia Escarlata, y sus padres debían cargar en la carreta las túnicas que su madre había cosido y las piedras preciosas que su padre había pulido. Un viaje de dos días.
—Kaia, recuerda apagar las velas antes de dormir y por nada del mundo abras la puerta a nadie —le advirtió su madre.
—No puedo salir, y si viene un guardia, me escondo. Ya lo sé.
—Querida, tenemos que irnos —dijo su padre desde la puerta.
—No causes problemas Kaia —puntualizó su madre, señalándola con un dedo.
—Sí, sí.
—Adiós, cierra bien la puerta —dijo su madre mientras salía de la casa.
Su padre, en cambio, se despidió con un abrazo cálido.
—¿Quieres que te traiga flores? —le susurró.
—Sí.
—Zaid, vámonos ya —llamó su madre desde afuera, impaciente.
—Un momento, querida.
—Quiero lirios —añadió Kaia, decidida—. Quiero plantarlos en el patio.
—Está bien, buscaré los más bonitos —respondió su padre.
Su padre le acarició suavemente la cabeza antes de despedirse. Kaia se subió a una de las sillas junto a la ventana cerrada y los observó partir a través de las pequeñas rendijas en la madera.
Cuando se hubieron alejado lo suficiente, supo que era el momento. Corrió hacia la cocina y se arrodilló en el centro de la habitación, donde levantó con cuidado tres tablas del suelo. Era un agujero grande, su escondite durante las inspecciones de la Guardia Escarlata. Pero esta vez, había guardado allí un pequeño bolso con comida. Lo tomó y se acercó a la puerta, que de repente le parecía inmensa. Con una mano temblorosa, movió el tablón de madera que la mantenía cerrada.
El primer rayo de luz que se coló le resultó casi insoportable, obligándola a cerrar los ojos al instante. Pero tras superar ese primer obstáculo, cerró la puerta detrás de sí y comenzó a caminar por la única calle que conocía. Algunas personas pasaban cerca, percatándose de su presencia, pero seguían su camino sin más.
Las calles estaban vivas, llenas de actividad. El día de intercambios era una de las pocas ocasiones en las que Aonaran no parecía tan desolada. Carretas abarrotadas de animales que nunca había visto pasaban a su alrededor. Pájaros de colores vibrantes, roedores, gatos, perros e incluso serpientes extrañas eran transportados en jaulas improvisadas.
El aire estaba impregnado de los olores exquisitos de las flores. Kaia nunca había visto tantas rosas en su vida; una carreta iba repleta de ellas, en tonos de rojo, blanco y rosado, como si hubiera toda una gama infinita de colores.
Se detuvo al ver a varios hombres descargando con destreza lonas desde una casa y cargándolas en una carreta. Con cautela, se acercó a una de las lonas que estaba en el suelo y la abrió. Dentro, había piedras amarillas, muy diferentes a las que su padre solía pulir. Le parecieron feas a simple vista. Tomó algunas y se las acercó a la máscara para verlas mejor.
—¡Un ladrón! —gritó una mujer desde dentro de la casa.
El corazón de Kaia dio un vuelco. Apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que uno de los hombres intentara atraparla. Corrió tan rápido como pudo, escabulléndose entre la multitud. No entendía de dónde había salido tanta gente. Chocó contra un hombre que llevaba un jarrón de cerámica, y el jarrón cayó a sus pies, haciéndose añicos. El hombre la maldijo, pero Kaia siguió corriendo, sin detenerse, hasta que el agotamiento la venció.
Se apoyó en un árbol, jadeando. La máscara la asfixiaba, el calor era insoportable. Nunca había corrido tanto, y nunca había salido de su casa. Sentía la tentación de quitarse la máscara; el aire empezaba a faltar.
Llevó una mano al nudo de tela que mantenía la máscara en su lugar, pero se detuvo. Las palabras de su madre resonaban con fuerza en su cabeza, junto con las advertencias que la Guardia repetía cada mañana:
"Buenos días, ciudadanos. La Guardia Escarlata les recuerda, como es costumbre, las reglas que nos permiten vivir en paz con los demonios...
Decreto número uno: ningún habitante de Aonaran debe quitarse la máscara.
Decreto número dos: ningún habitante debe ver su rostro o el de otro.
Decreto número tres: los adornos, collares, anillos, ropa de colores brillantes están prohibidos.
Aquel que incumpla estas reglas enfrentará la muerte, pues pondrá en peligro a la comunidad y atraerá a los demonios que buscan poseerlo.
Recuerden: los demonios habitan en cada uno de ustedes, y es su deber mantenerlos bajo control. Quitarse la máscara liberará fuerzas poderosas que los poseerán hasta la locura."