El sol apenas despuntaba en el horizonte, y los guardias ya recorrían las calles, recitando en voz alta los decretos que marcaban el ritmo y las reglas de sus vidas.
—"...Decreto número uno..." —comenzó el guardia.
—"Jamás un habitante de Aonaran debe cuestionar a las almas iluminadas que nos gobiernan" —interrumpió Damien con tono burlón, imitando la voz tediosa del guardia—. O al menos, eso deberían decir de una vez por todas.
Kaia no pudo evitar una leve sonrisa tras su máscara.
La carreta estaba cargada con tres costales de túnicas, cosidas por Kaia y su madre, y un solitario saco de piedras preciosas pulidas por su padre. Aunque Damien trabajaba en la herrería, forjando espadas y dagas para la Guardia, tenía prohibido llevar cualquier material a casa. Todo lo que poseía era un simple pedazo de papel donde el guardia a cargo marcaba el número de armas que entregaba cada mes.
Habían salido antes del amanecer y ahora se encontraban en una calle atestada de personas que se dirigían a la casa de intercambios. Carretas, caballos, mulas y burros avanzaban lentamente, todos cargados con bienes para ser entregados.
El padre de Kaia tiraba de las riendas, mientras las ruedas de la carreta chirriaban contra el empedrado. Aún se oían los ecos de los decretos resonando en las calles de Aonaran.
El viaje sería largo y monótono, pero Damien, como siempre, encontraba algo que hacer. Sus dedos estaban manchados de grafito mientras las colinas y los bosques se formaban en el papel de su "cuaderno", una creación del siempre ingenioso Maxwell.
Damien, con su cuaderno entre las manos, parecía concentrado. Desde el incidente con el incendio, cuando Maxwell se unió a la turba enfurecida que los llamaba "hijos de los demonios", Damien le había preguntado más de una vez si recordaba lo ocurrido. Pero como era costumbre, Maxwell no parecía recordar nada, solo llevaba consigo las cicatrices y raspones de aquel día.
Kaia con su cabeza apoyada en el hombro de Damien, vio cómo se acercaba por detrás de la carreta un guardia.
—Viene un guardia —susurró.
Con un rápido movimiento, Damien ocultó el cuaderno bajo su abrigo, apoyando sus manos detrás de sí para mantenerlas fuera de la vista.
—Buen día —saludó el guardia desde su caballo, con la espada colgando a un lado—. ¿Qué llevan a los intercambios?
—Túnicas y piedras preciosas —respondió Kaia sin dudar.
—¿Solo eso? —preguntó el guardia.
—Yo trabajo en la herrería —aclaró Damien con calma, aludiendo a la aparente escasez de la carga.
El guardia miró la carreta, notando lo vacía que estaba. Damien y Kaia estaban sentados en la parte trasera, mientras sus padres iban al frente.
—¿Viven todos juntos? —inquirió, formulando una pregunta que, a pesar de sonar inocente, rara vez tenía buenas intenciones.
Era extraño que más de dos personas vivieran en una misma casa, algo que habían tenido que explicar más veces de las que podían recordar.
—No, solo somos vecinos. Mi mula murió hace poco, no tengo otro modo de llegar a la casa de intercambios —respondió Damien, esforzándose por sonar convincente.
—Bien, sigan su camino —dijo el guardia, sin más preguntas.
Una vez el guardia se alejó, Damien sacó de nuevo su cuaderno. Kaia lo tomó entre sus manos y volvió a recostarse en su hombro, hojeándolo desde la primera página. El cuaderno estaba casi completo, abultado por los múltiples dibujos. Parecía que en cualquier momento iba a estallar.
La mayoría de los dibujos eran en blanco y negro, pues Damien no tenía más que unos pocos minutos a solas, lejos de sus compañeros de la herrería, para observar y dibujar. Los herreros debían entregar cargamentos de armas a las distintas bases de la Guardia, lo que le permitía explorar otros lugares que Kaia nunca podría ver.
Para Damien, el cuaderno era un puente entre su vida y la de su hermana, una forma de compartir con ella esos pequeños trozos del mundo exterior que él experimentaba. Había paisajes, flores, animales extraños, pero siempre volvía a tres lugares en particular.
Kaia pasó las páginas, al principio llenas de dibujos de flores, colinas y caminos. Luego comenzaron a aparecer bocetos de aves. Damien le había descrito los colores vibrantes de sus plumajes, cómo algunos brillaban al sol y otras parecían cambiar de color y como si no le pareciera suficiente trataba de aprender el canto de algunos. Sus dibujos por aquel entonces eran simples, los trazos imperfectos y muchos ya se habían desdibujado con el tiempo.
Pero entonces, Kaia encontró algo diferente. Un dibujo de una criatura extraña cuyo cuerpo era sorprendentemente similar al de un humano. Recordaba lo impresionado que Damien había estado cuando le contó sobre el animal.
—No sé cómo explicarte la sensación tan extraña que tuve cuando lo miré a los ojos —había dicho Damien.
Kaia también se había quedado atónita cuando lo vio dibujado. Había algo inquietante en el animal, tal vez sus manos, tan parecidas a las de ellos, o quizá su rostro. Damien parecía fascinado, y desde ese día se esforzaba por ser enviado a aquella región. Sus dibujos empezaron a ser más detallados y se centraban en dibujar con precisión la cara de aquel animal.
—Se llama chimpancé —le había explicado con entusiasmo—. Viven en grandes grupos, y las hembras llevan a sus crías en los brazos todo el tiempo... Has visto sus ojos, hay algo ahí... algo que no sé cómo describir.
Kaia lo sabía. Algo en esos ojos, en esa mirada, hacía que sus entrañas se revolvieran. Tal vez su hermano pensaba que, si aquel animal compartía un cuerpo parecido al suyo, su cara también podría asemejarse. Pero Kaia no se atrevía a decirle que, pese a su apariencia, no había nada más distante de lo que ellos realmente eran.
Su hermano detuvo su mano, señalando a uno de los chimpancés que descansaba entre un grupo de seis.
—Siempre me reconoce, me trae frutas cada vez que me ve —dijo con tono alegre.