La partida aún no había terminado. Aunque Hardwick sentía que lo había perdido todo, Warbler, Heuglin y el Señor Dugan todavía mantenían sus Reinos en pie.
Era el turno de Hardwick, quien, frente al creciente caos en su Reino, permanecía en silencio. Su asistente fue la única que logró sacarlo de aquella película de horrores que se reproducía ante sus ojos.
—Cumplí su petición con éxito, Señor. El dragón fue liberado, pero como puede ver, estamos bajo ataque —informó Marxie con voz firme, aunque su ceja levantada delataba cierta irritación ante el comportamiento de su Rey.
—Saca a esos soldados del Reino de Hielo —ordenó sin entusiasmo.
—Como guste, Señor —respondió Marxie antes de retirarse, claramente disgustada por su comportamiento.
Mientras tanto, en el Reino de la Primavera, las cosas tampoco pintaban bien. Los habitantes del pueblo, furiosos y con antorchas en mano, se congregaban frente a las puertas del castillo.
—Señor, los habitantes están organizando una revuelta —anunció Ray distraído, arrancando los pétalos de una margarita como si aquello fuera un día cualquiera.
Los gritos y maldiciones contra el Rey Heuglin resonaban con fuerza. Reclamaban la pérdida de sus hijos, esposos y familiares en una lucha sin sentido por un dragón que, para ellos, no valía el sacrificio.
—¿Qué? ¡No, no, no! —exclamó Heuglin con frustración, enterrando su rostro entre las manos—. ¿Qué se supone que hice mal esta vez?
—Bueno, envió a quinientos de nuestros hombres a una misión inútil, y todos murieron en tierras extranjeras.
Ah, y, por si fuera poco, puede que el Reino de los Truenos tome represalias —respondió Ray, mientras afinaba su banjo sin el menor interés.
Heuglin buscó desesperadamente con la mirada ayuda de los demás en la mesa, pero solo recibió un frío gesto del Señor Dugan, quien le indicó con la mano que continuara.
—Haz algo para detenerlos —pidió finalmente, resignado.
—Como ordene, Su Alteza —respondió Ray, ajustándose su banjo mientras tarareaba una melodía extraña y desaparecía.
Por su parte, Warbler continuaba enviando refuerzos al combate, pero esta vez, con órdenes claras de saquear todo lo que pudieran. Desde su posición, miraba a Hardwick con una sonrisa burlona.
En el Reino de los Truenos, la batalla seguía su curso. Soldados con armaduras oscuras protegían a los habitantes, escondiéndolos en pasadizos casi invisibles gracias a la lluvia y la niebla. Pero las órdenes de Hardwick de retirar a los soldados del Reino de Hielo habían desencadenado una serie de eventos imprevistos.
Los dragones, inquietos por la presencia de los hombres de Warbler, reaccionaron de manera inesperada. Sin aviso, el primer hombre que tocó el risco fue recibido con llamas abrasadoras. El fuego no discriminaba entre aliados o enemigos; incluso el propio Reino que los había liberado sufrió las consecuencias.
"Al parecer, los dragones no eran míos después de todo", pensó Hardwick, angustiado.
La lluvia era insuficiente para extinguir las llamas que ahora devoraban las casas lúgubres del Reino. Hardwick esperaba que su asistente apareciera para recibir nuevas órdenes, pero la ausencia de Marxie pronto se volvió notoria.
—¿Marxie? —preguntó con incertidumbre. Nadie respondió—. ¿Dónde está Marxie?
Layla levantó la vista del libro que había estado leyendo distraídamente mientras el caos consumía el tablero.
—Parece que tu asistente ha desaparecido —comentó, su mirada destellando una pizca de diversión.
—¿Qué hago ahora? —preguntó Hardwick, abrumado, mientras los gritos y llantos eran devorados por el rugir de las llamas.
—Eres el Rey, ¿no? Pídele ayuda a cualquier lacayo —replicó Layla, acomodándose en el centro del tablero con aire de suficiencia—. Si es que puedes, claro.
—¿Hola? ¿Alguien me escucha? —intentó, sintiéndose cada vez más avergonzado e inútil.
—S-Señor, por favor, sálvenos. Solo quedamos unos pocos —imploró un hombre mayor desde el interior del castillo.
—Sí, claro, sí... Traiga a todos al castillo. Los protegeré —dijo con más convicción de la que sentía. Creía que los muros serían suficientes.
Sin previo aviso, Ray apareció en el tablero, precipitándose hacia Heuglin con rapidez y visiblemente exhausto.
—Señor, enfrentamos serios problemas. Los manantiales se han secado, no queda agua, y muchas criaturas han huido al Reino del Viento —informó, señalando el próspero Reino del Señor Dugan. Allí, caravanas interminables entraban, llevando consigo criaturas extrañas que poblaban las vastas y vacías planicies.
—¿Cómo que se han secado? ¿Qué ha ocurrido? —preguntó Heuglin, desconcertado.
—No lo sé, Señor. Y, en cuanto a convencer a los habitantes de su notable buen gobierno, temo que mis canciones no sirvieron de mucho —respondió, mostrando su banjo destrozado como evidencia de su fracaso.
—Solo crea un ejército o haz algo para detener las llamas en las fronteras con el Reino del Trueno —ordenó Heuglin con desesperación.
Warbler, que había estado observando en silencio, no pudo contener una carcajada al presenciar la mala suerte de su compañero. Mientras se burlaba con evidente diversión, el Señor Dugan, como siempre imperturbable, hacía otra petición en secreto.
—Tenemos problemas, Su Alteza. El hielo ha comenzado a derretirse —anunció Fennant, el asistente de Warbler, con visible preocupación.
Warbler frunció el ceño y se inclinó hacia el tablero, dejando de lado su diversión. Algo le había pasado por alto. Desde su castillo en las altas montañas, observaba cómo los bloques de hielo comenzaban a derretirse, desplazándose lentamente. Las altivas torres de su reino se inclinaban con la corriente, mientras grandes masas de agua helada comenzaban a bajar por la colina. Los habitantes del pueblo quedaron paralizados de terror al ver lo que se avecinaba.
Unos segundos después, la realidad los golpeó: la inundación era inminente. Poco a poco, empezaron a refugiarse en sus casas, asomándose desde ventanas y terrazas para observar la catástrofe que se cernía sobre ellos.