Nathan Lawson
Cuando era pequeño, mis padres alquilaban un departamento en el centro de la ciudad. Era un lugar pequeño, bullicioso, con ruido constante de autos y gente en movimiento. Pero después de años de esfuerzo, ahorrando con cuidado y trabajando largas horas, decidió que era momento de dar un paso más grande. Querían una casa propia, un lugar donde construir recuerdos más tranquilos y, finalmente, lo lograron. Compraron una casa en un vecindario mucho más sereno, lejos del caos urbano.
Cuando llegamos al nuevo vecindario, todo fue completamente distinto para mí. Recuerdo que el aire parecía más limpio, las calles más amplias y las casas más grandes. Fue ahí donde conocí a la familia que vivía justo enfrente de nuestra casa: los Waverley. Una familia encantadora con tres hijos. Eva, la mayor, siempre parecía ocupada con la escuela o actividades extracurriculares. Sam, la menor, era una niña dulce y vivaz que siempre corría por el patio. Y luego estaba Noah, el hijo de en medio, un chico de mi edad que desde el primer día capturó mi atención de una manera inexplicable.
De niños, compartimos muchos momentos. Jugábamos en el patio mientras nuestras madres charlaban, y aunque no éramos los más cercanos, siempre hubo algo entre nosotros. Una especie de conexión que no podía explicar en ese entonces. Pero a medida que fuimos creciendo, algo cambió. Lo que comenzó como una amistad casual se transformó en algo mucho más profundo.
Noah y yo nos enamoramos. Era un amor secreto, el tipo de relación que solo se ve en las películas. Recuerdo una noche en particular que marcó un antes y un después en mi vida. Fue la primera vez que nos besamos. Noah, con la adrenalina corriendo por sus venas, escaló hasta mi ventana. Lo hizo como en esas escenas de cine, torpe ya la vez valiente, y cuando finalmente llegó, sin decir una palabra, me besó. Ese beso... fue todo para mí. Fue mi primer beso, y en ese momento, supe que no habría vuelta atrás. Noah se convirtió en mi todo.
Pero la tragedia no tardó en golpear. El día del accidente de Margot cambió todo. Margot, mi hermana, venía de la universidad, según la policía. Un coche chocó contra el suyo, destrozando su vida y, de alguna manera, la mía también. Recuerdo el teléfono sonando, la voz de mi madre rompiéndose en mil pedazos al recibir la noticia. Los gritos, la desesperación, su dolor eran insoportables. No sabía qué hacer, así que subí corriendo a mi habitación. Lo único que quería era hablar con Noah, necesitaba escuchar su voz, sentir su apoyo.
Marqué su número, una y otra vez, pero no hubo respuesta. Con cada llamada sin contestar, el vacío dentro de mí crecía. Desesperado, salí corriendo de la casa, decidido a verlo, a buscar consuelo en él. Cuando llegué a su casa, antes de cruzar la calle, lo vi. Noah estaba sentado en el sofá de su sala, junto a Tamara, una chica que conocíamos de la escuela. Ella sonreía, y Noah... Noah revisaba su teléfono, lo miraba por un instante, y luego lo volvía a poner boca abajo en la mesa, ignorando mis llamadas.
Fue en ese momento que sentí como si todo mi mundo se desmoronara. Margot había muerto, y Noah, el chico que me prometió estar siempre a mi lado, estaba ahí, riendo con alguien más mientras yo me ahogaba en el dolor. Mi primer instinto fue correr hacia él, gritarle, pedirle una explicación. Pero me quedé paralizado, incapaz de moverme. Era como si, en ese instante, el universo se burlara de mí, quitándome a mi hermana y al único chico que amaba, todo al mismo tiempo.
Me di la vuelta y volví a mi casa. Las lágrimas corrían por mis mejillas y el frío de la noche se hacía más intenso. No quería que nadie me viera, no quería enfrentar el hecho de que, en un solo día, había perdido dos partes fundamentales de mi vida.
Y ahí estaba él, Noah, parado justo enfrente de mí y Finn. Mi corazón empezó a latir con fuerza, y un torrente de pensamientos me invadió. Sentí que el pasado y el presente chocaban de manera inevitable. Noah nos miraba fijamente, sus ojos centelleando con una mezcla de confusión y rabia. Finn, consciente de la tensión en el ambiente, pareció notarlo también.
Con un gesto calmado y sutil, Finn me tomó de los hombros y me hizo a un lado, como protegiéndome, buscando neutralizar la situación. Luego, de manera inesperada, me dio un abrazo, fuerte y seguro, como si quisiera transmitir que todo estaba bien, que no había nada de qué preocuparse. Mientras me abrazaba, sentí su calidez, su firmeza... y entonces me dio un pequeño beso en la mejilla. Mis mejillas, que ya estaban un poco sonrojadas, se encendieron aún más, casi ardían de la mezcla de nervios y sorpresa. Apenas pude articular palabra.
—Adiós, Nathan —dijo Finn, sonriendo suavemente antes de alejarse.
Me quedé ahí, sin saber exactamente qué hacer. Mi mente corría a mil por hora, y una parte de mí deseaba detenerlo, que no se fuera, por miedo a lo que Noah pudiera hacer o decir. Quería que este momento, de alguna manera, no terminara en un desastre.
—Finn... —susurré su nombre cuando ya se estaba alejando. Mi voz temblaba ligeramente, pero no lo suficientemente fuerte como para que él lo escuchara. Observé cómo caminaba hacia la calle, cruzando lentamente.
Sentí el aire volverse denso cuando Finn se detuvo en medio de la calle, desafiando la furia de Noah sin mover un músculo. Aunque Noah no solía ser violento, excepto cuando estaba borracho, había algo en su postura que hacía que mi pecho se contrajera de preocupación. La tensión era palpable, y el eco de las palabras que Noah lanzó resonó en mis oídos.