Erick Thompson
El reloj marcaba las once con diecisiete. Afuera, la lluvia repiqueteaba con monotonía contra los ventanales. Era una de esas noches en las que el pasado parecía filtrarse por cada rendija, aferrándose a los huesos como humedad antigua. Desde hacía un par de horas, Londres dormía, pero yo no lograba descansar.
Encendí un cigarro por inercia, más por costumbre que por necesidad, y me acerqué a uno de los ventanales que daban hacia el Támesis. En el reflejo del vidrio, me vi a mí mismo: camisa negra desabotonada en el cuello, el cabello aún húmedo tras la ducha tardía, los ojos cansados.
Cuando el zumbido insistente del intercomunicador me arrancó del silencio espeso que reinaba en el departamento.
Caminé hacia el panel del intercomunicador, deslizándome por la sala como si pisara sobre cristales. La pistola ya estaba en mi mano cuando activé la cámara. Lo que vi en la pantalla fue algo que no esperaba.
Grace Novikov.
Estaba empapada de pies a cabeza. El abrigo negro le colgaba como una sombra mojada, pegado a su figura esbelta y tensa. Su cabello, que normalmente llevaba en un recogido impecable o suelto con arrogancia estudiada, caía desordenado sobre su rostro. Bajo la luz tenue del pasillo, parecía más pálida de lo habitual, pero su mirada... su mirada era puro filo.
No se veía como la heredera de la familia Novikov. Esa noche parecía una fugitiva que había escapado por los pelos. Y, sin embargo, seguía siendo ella. Altiva, hermosa y furiosa.
Le abrí sin decir una palabra. El ascensor se abrió segundos después y ella cruzó la puerta. Su andar era firme, casi violento, como si cargar con su propio cuerpo le resultara una afrenta. La maleta que arrastraba golpeó el marco de la entrada con un sonido hueco. Cerré detrás de ella sin hacer preguntas.
—¿Tienes whisky? —preguntó.
Grace dejó caer la maleta en el suelo, se deshizo del abrigo mojado con un movimiento mecánico y me miró por primera vez desde que cruzó la puerta. Su rostro estaba endurecido por la tensión: un corte le marcaba el labio inferior, la camisa blanca —ajustada y empapada— revelaba una mancha de sangre seca cerca del hombro derecho. La manga estaba rasgada. Era evidente que no había llegado ahí por casualidad.
—Estaban esperándome —dijo finalmente, sin aceptar el vaso que le tendí—. En Irlanda. Cerraba un trato con los O’Dwyer. Iba sola. La reunión fue normal, incluso aburrida. Pero en cuanto puse un pie fuera del hotel, lo supe.
Me apoyé contra la barra de la cocina y la observé mientras hablaba. Grace no era de las que se quebraban. Su temple la había convertido en la sucesora de los Novikov, incluso por encima de su hermano mayor. Por eso verla así, vulnerable sin permitirlo, era desconcertante.
—Un auto sin placas me siguió desde la calle del puerto hasta el centro. Intenté perderlos, pero sabían exactamente a dónde iba.
Se acercó al sofá y se dejó caer en él con una pesadez poco común en ella. Apoyó los codos en las rodillas y sacó algo del bolso cruzado. Una hoja doblada en cuatro partes. Me la tendió sin hablar. La desplegué con cuidado. El papel estaba un poco húmedo, pero la tinta seguía nítida.
“Un príncipe yace muerto. Quedan cuatro.”
Mi respiración se detuvo un instante. La frase cayó en mi cabeza como un eco lejano, pero cargado de historia.
—Keiran era uno de nosotros —murmuró Grace sin mirarme, como si respondiera a mis pensamientos más que a mis palabras—. Tal vez el mejor de nosotros. Y ahora alguien ha comenzado una cacería.
Cerré la nota y la dejé sobre la mesa. Me froté la mandíbula mientras pensaba. No solo por lo que decía, sino por lo que significaba que Grace la hubiera recibido. Que alguien hubiera sabido dónde encontrarla. Que no acudiera a su padre. Que acudiera a mí.
—¿Quién más sabe? —pregunté.
—Nadie. Ni Samuel, ni James. Ni mi padre. Me seguían. No tenía tiempo para pensar. El primer lugar que se me ocurrió fue aquí.
—¿Y por qué aquí?
Grace me miró, y por un segundo, su máscara de dureza se resquebrajó.
—Porque a pesar de todo, sé que te importo.
Silencio. En ese instante, supe que había más en juego de lo que aparentaba. Era el inicio de una guerra silenciosa. Y que la única manera de sobrevivir sería volver a confiar en quienes alguna vez fuimos algo parecido a una familia.
—Vamos a reunirlos —dije, la voz firme por primera vez en toda la noche—. A todos. Pero esto lo haremos a escondidas. Sin nuestros padres. Si Isabell está detrás, si alguien está filtrando información, solo podemos confiar en nosotros mismos.
Grace asintió.
El silencio que se instaló no fue incómodo. Fue espeso, casi sólido.
Yo me quedé de pie, con la nota aún entre los dedos, mientras ella echaba una mirada a su alrededor, como si intentara entender qué tipo de espacio era ese. Como si cada mueble pudiera contarle algo de mi vida ahora, sin necesidad de que yo abriera la boca.
Era extraño verla allí, entre mis cosas, con el cabello desordenado y el abrigo mal cerrado, pero con la misma elegancia innata que siempre la había caracterizado. Grace Novikov tenía esa capacidad inquietante de encajar en cualquier entorno sin parecer que pertenecía del todo a él. Como si el mundo, en realidad, tuviera que adaptarse a su presencia y no al revés.
—Ven —le dije finalmente, rompiendo la tensión con un murmullo bajo—. Te enseño la habitación.
Ella asintió y me siguió por el pasillo. Abrí la puerta del cuarto de invitados, y el olor a madera y tela limpia salió a recibirnos. La vi mirar alrededor, como si inspeccionara cada rincón para asegurarse de que no hubiera una amenaza esperando en las sombras.
—No pensé que terminaría aquí —murmuró entonces, sin mirarme, con la vista clavada en la ventana que daba al patio trasero—. En tu casa. En Londres. Como una fugitiva.
—No eres la primera —respondí, y me incliné contra el marco de la puerta con los brazos cruzados. Había una ironía en su tono que reconocí de inmediato, pero también una grieta nueva, una fragilidad oculta que antes no existía.