Siete años atrás.
Anabell Jones
Nunca pensé que la muerte de Keiran pudiera sentirse así.
Como un desgarro silencioso que se ha instalado en mi pecho, lento y cruel, extendiéndose sin pausa desde aquella noche en que el mundo se partió en dos. Desde que lo vi caer. Desde que entendí que la vida no volvería a ser la misma.
La iglesia estaba llena, y, sin embargo, el silencio era tan absoluto que podía escucharse el roce sutil de las telas al respirar. Todos los bancos estaban ocupados por hombres de negro, mujeres con los ojos cubiertos por gafas oscuras, rostros pálidos, labios apretados. El imperio entero de luto. La élite del crimen, con las manos cruzadas sobre las piernas, en una imitación grotesca de respeto, como si alguno de ellos mereciera pronunciar su nombre.
Él no era como ellos. Él era mejor.
Yo no había pronunciado palabra desde que entré. Ni siquiera recuerdo haber saludado a alguien. Mis piernas me guiaron hasta la primera fila como si no necesitaran de mí. Me senté entre Adriel y mi padre. No los sentía. No sentía nada, en realidad. Solo un eco persistente detrás de mi pecho. Una especie de zumbido que crecía más fuerte cada vez que mi mirada se encontraba con el ataúd.
Estaba al frente, sobre una tarima cubierta por un manto blanco. Habían colocado flores a su alrededor —lirios y gardenias, las favoritas de nuestra madre—, y una fotografía suya en blanco y negro que capturaba esa sonrisa amplia. Pero no era suficiente. Nada era suficiente para contener quién había sido Keiran. Y mucho menos para justificar por qué ahora yacía dentro de esa caja.
Cuando la música empezó a sonar, sentí que me arrancaban el aire de los pulmones.
"Yes, I do, I believe
That one day I will be
Where I was, right there
Right next to you…"
La canción se filtró entre los muros de piedra con una suavidad fantasmal. Yo no pude evitar que las lágrimas, esas traidoras que había contenido durante días, comenzaran a deslizarse por mis mejillas en silencio. No sollozaba. No temblaba. Solo me caían, lentas, tibias, inevitables, como si mi cuerpo entendiera que no podía guardarse tanto dolor por más tiempo.
No miré a Adriel. Sabía que, si lo hacía, me rompería. Y si me rompía, no habría forma de recomponerme.
"And I’m not fine, baby, I’m not fine…"
No, no lo estoy.
Y no lo estaré nunca.
Porque desde ese día, no hay un solo instante en que no escuche el eco de su voz. No hay noche en la que no despierte con las manos temblorosas, recordando el calor de su pecho, el peso de su cuerpo desplomándose mientras trataba de mantenerme a salvo.
Mi padre no lloró. Nunca llora.
Adriel, a mi lado, no dijo nada. Solo tomó mi mano en algún punto de la canción. La suya estaba helada. Apretó con fuerza, como si supiera que yo estaba al borde. Como si también necesitara aferrarse a algo que aún respirara. Y así nos quedamos: dos mitades vacías, testigos de lo que la muerte había hecho con lo poco que nos quedaba de humanidad.
"Can I lay by your side
Next to you, you…"
Me levanté sin pedir permiso. Caminé con pasos lentos hasta el ataúd. Sentí que todas las miradas se clavaban en mi espalda, que el aire se detenía mientras colocaba la carta sobre la madera.
Apoyé la palma de la mano sobre la superficie pulida. Cerré los ojos. Me incliné hasta que mi frente tocó el ataúd.
—Te llevaste mi corazón contigo, Keiran. —Mi voz fue apenas un susurro—. Pero yo me encargaré de que el tuyo siga latiendo. En cada paso que dé.
Me quedé ahí unos segundos más, aferrada a la última despedida. Luego volví a mi asiento, con las piernas débiles y el alma devastada.
La canción terminó. Pero el silencio que dejó fue aún más insoportable.
…
La tarde no se rendía al sol, sino a un gris espeso y definitivo que se extendía como un manto sobre cada rincón, como si el cielo se hubiera puesto de luto y el tiempo mismo se negara a continuar. El sonido seco y hueco de la tierra golpeando la madera no solo marcaba el ritual del entierro; era una sentencia que se repetía como un eco afilado dentro de mí, repicando sin pausa en el pecho, sacudiendo cada rincón de mi cuerpo como si mi corazón fuera una piedra al rojo vivo que palpitaba atrapada en la palma de una mano invisible y cruel.
No podía dejar de mirar la tumba, ese rectángulo de muerte que ahora guardaba lo que alguna vez fue parte de mí, y por más que lo intentara, no lograba arrancarme el temblor de las entrañas ni el nudo que me subía por la garganta como si en cualquier momento fuera a ahogarme con mis propios pensamientos.
Todo se había plegado sobre sí mismo desde esa noche. Las voces a mi alrededor eran murmullos de cartón mojado: oraciones vacías, condolencias tibias, palabras sin carne. Yo solo escuchaba una cosa: su nombre, latiendo con furia entre mis costillas, como si aún esperara que él apareciera sonriendo y me dijera que todo había sido una pesadilla.
Y entonces, como invocado por la tragedia, apareció él.
Tarde.
Como siempre.
Su figura emergió entre los árboles, envuelta en negro como si el luto pudiera redimirlo. Caminaba despacio, con la cara pálida, los ojos hundidos, pero ni toda su tristeza fingida podía ocultar la traición de su ausencia. Yo lo vi. Lo vi llegar como quien regresa al incendio después de haber dejado que todo se consumiera.
No lo pensé. Mis piernas se movieron solas.
El dolor ardía. La rabia quemaba.
Y no me importaba nada. Ni las miradas. Ni los cuchicheos. Ni la muerte misma. Solo quería respuestas.
Solo quería su maldita voz diciendo algo que no fuera una mentira.
Me detuve frente a él con el cuerpo temblando, con el alma al borde del grito.
—¿Cómo te atreves a venir ahora? —escupí cada palabra, sin necesidad de alzar la voz, porque el filo era suficiente—. ¿Después de desaparecer como un cobarde? ¿Después de dejarme sola enterrando a mi hermano?