Una promesa de amor

CAPÍTULO 22: EL PRECIO DE LA LEALTAD

Erick Thompson

Las nubes que cubrían el cielo parecían detenidas en un tiempo que ya no avanzaba, como si el día hubiese decidido congelarse en un gris perpetuo en honor a los que yacían bajo la tierra. Caminé entre las lápidas sin mirar los nombres ajenos, consciente de que cada uno de esos trozos de mármol era una historia incompleta, pero yo no venía por ellos. Venía por el único que todavía aparecía en mis pesadillas, en mis recuerdos y en cada decisión que no me atrevía a nombrar: Keiran Jones.

El mármol negro que marcaba su tumba tenía un brillo apagado, como si la piedra se resistiera a reflejar la luz. Las letras estaban grabadas con la precisión que solo un amor real o una culpa devastadora podían pagar, y aunque alguien había dejado flores, el lugar transmitía una desolación que iba más allá de lo físico. Me detuve frente a la lápida y respiré con lentitud, sin buscar consuelo ni respuestas, porque había aprendido que aquí no se venía a obtener justicia ni redención, sino a aceptar la pérdida como una maldición constante que se reactivaba con cada visita.

Mi corazón se hundió como cada vez que venía. Era absurdo, pero por más que lo supiera muerto, nunca dejaba de esperar escuchar su risa sarcástica, sentir el golpe seco de su mano en mi espalda, la forma en que arrastraba mi nombre como si fuera un secreto entre hermanos.

Pero no. Lo único que me recibió fue el silencio.

Keiran fue mi mejor amigo en una vida que ahora parece pertenecerle a otro. Él conocía mis silencios, mis miedos, mis límites y mis ruinas. Fue quien apostó por mí cuando incluso mi padre ya había dejado de hacerlo, quien me enseñó que se podía caminar entre monstruos sin convertirse en uno. Y, sin embargo, cuando lo mataron, yo ya me había ido. No estuve para protegerlo, no estuve para vengarlo, y mucho menos estuve para sostener su legado.

Lo abandoné, como todos los demás.

—No imaginé que realmente vendrías —escuché detrás de mí, con una voz cargada de ese tono tan característico que logra mezclar desprecio y lucidez con una naturalidad envidiable.

Grace apareció a mi lado con esa forma suya de caminar que siempre me recordó a una línea recta que no admite desviaciones. Iba vestida con un abrigo verde oscuro que abrazaba su figura como si estuviera hecho a medida, y los guantes negros que llevaba puestos contrastaban con la palidez calculada de su rostro. Cada detalle de su apariencia parecía haber sido escogido con la precisión de un cirujano, no por vanidad sino por táctica, como si incluso el luto debiera transmitir un mensaje. Se detuvo junto a mí, sin tocarme ni acercarse demasiado, pero logrando aun así que su cercanía se sintiera como una presión constante.

—Keiran odiaba los cementerios —dijo, mirando la lápida con una expresión que no supe descifrar—. Siempre decía que los muertos solo servían para recordarnos lo que no hicimos a tiempo.

Sus palabras se clavaron en mí como un dardo envenenado, no por el reproche directo, sino por la verdad que contenían. Recordé claramente una conversación en la que él, con esa voz segura y desafiante, había afirmado que no quería terminar bajo tierra antes de haber cambiado algo real. Y aquí estaba, encerrado en piedra, olvidado por quienes lo usaron, y solo recordado por quienes lo dejaron solo.

—Y, sin embargo, aquí estamos —dije al fin, porque no había nada más que pudiera decir que no fuera una confesión disfrazada.

Grace se inclinó lentamente, tomó una hoja seca que se había posado sobre el mármol y la observó por un instante, como si la estuviera pesando, como si pensara que incluso los detalles insignificantes podían esconder significados ocultos. Luego la dejó caer al suelo y se incorporó sin prisa, con la misma elegancia con la que se recupera de un disparo bien calculado.

—¿Te duele? —preguntó sin apartar la vista del nombre grabado—. Porque a mí sí. No todos los días, no de forma evidente, pero a veces... a veces me despierto con la sensación de que le debo algo que ya no puedo pagar.

No supe si hablaba en serio o si era otro de sus juegos dialécticos, pero por primera vez en mucho tiempo, vi un matiz distinto en su voz.

—Yo fallé —dije en voz baja, sin saber si me dirigía a ella o al propio Keiran—. No lo protegí. Pude hacerlo. Pude quedarme. Pero preferí irme, pensar que había tiempo, que no era tan grave. Y cuando murió... ya era tarde para todo.

Grace volvió a mirarme, esta vez con una expresión que no era lástima, ni furia, ni cinismo, sino algo más hondo, más quebrado, como si por un momento ella también recordara a quien fue antes de endurecerse del todo.

—Tú huiste, Erick. Yo lo traicioné. La diferencia es que tú todavía sangras por dentro cada vez que piensas en eso. Yo aprendí a usar la herida como una armadura. Pero eso no significa que duela menos.

Su honestidad me desarmó más de lo que hubiera esperado. Grace no era alguien que hablara de heridas, ni de dolor, ni mucho menos de pasado. Pero en ese momento, frente a la tumba de alguien que había sido su amigo y también su conciencia, parecía haberse quitado una capa de piel para mostrar la costura que nunca cerró.

—¿Por qué me vinimos aquí? —pregunté, sabiendo que el momento de las verdades había comenzado.

Ella no respondió de inmediato. Abrió su bolso, sacó una rosa blanca perfectamente conservada y la depositó sobre la tumba con un cuidado que contrastaba con la frialdad de su rostro. Luego se enderezó, respiró hondo y dejó que su mirada se posara sobre la mía con la fuerza de una declaración de guerra.

—Porque la lealtad murió con Keiran, y si no hacemos algo pronto, todos vamos a terminar igual que él. Yo no vine a llorarlo. Vine a recordarte que este mundo no perdona las debilidades.

El nudo en mi garganta se tensó aún más. La conocía lo suficiente para saber que cuando Grace hablaba de decisiones impensadas, el peligro no estaba en el enemigo. Estaba en lo que uno debía sacrificar para sobrevivir.




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