Una razón para amarte

Capítulo 3.

Stella.

A las nueve en punto, sonó mi teléfono. Era Agatha y yo con irritación apagué el dispositivo. No quería hablar con ella. Ayer, cuando abandoné la casa de mi padre, entendí que ni volvería más a esta casa, ni veré nunca esta familia. Entonces para que hablar con quien ya murió para mí, pero dormirme de nuevo tampoco pude. Me levanté lentamente, sintiendo el cansancio en cada fibra de mi cuerpo. No había dormido nada, pero tenía que seguir adelante. La reunión con el médico era importante, más de lo que Sam o cualquier otra persona podía imaginar.

Me duché, maquillé y me vestí con ropa cómoda pero elegante, completamente diferente de los atuendos provocativos que llevaba normalmente para sacar del quicio a mi marido y mi padre. Sabía que el médico me juzgaría por mi apariencia tanto como por mi historia clínica.

Al salir del baño, encontré a Sam en la cocina, bebiendo una taza de café. Estaba ya preparado para salir al trabajo. Sus ojos estaban enrojecidos, y parecía tan cansado como yo.

—Buenos días —dije con un tono neutral, sin esperar respuesta.

Él me miró con desdén, aunque sorprendido por mi apariencia completamente diferente.” Este idiota ni siquiera sabe que tengo en el armario”, - pensé y sonreí. Sam no dijo nada. La tensión en el aire aún era palpable desde el escándalo de anoche, pero no tenía ganas para más confrontaciones. Todos mis pensamientos estaban con la consulta, que podría cambiar mucho en mi vida.

—Voy a salir. No sé a qué hora regresaré —anunció Sam, tomando sus llaves y el abrigo.

—Haz lo que quieras. —respondí sin interés. – Pero recuerda el punto cinco del contrato.

- Me estas siguiendo con detective? – preguntó con cierto susto.

- ¡Que va! Tú vales menos que una hora de detective privado, - me reí. – Pero mi abogado puede encontrar lo que te quita todo.

Sam me miró con clara gana de estrangularme, pero salió del apartamento y yo respiré profundamente. “A lo mejor aceptar su petición y divorciarnos de una vez por toda?” – pregunté a mí misma. En realidad, ver la presencia de mi marido en casa cada día me costaba más. Pero mi plan aún no se había cumplido al completo. Aun no lo vi destruido y tenía miedo que el fuego de amor pasado podría revivir y mi hermana tonta podría hacer locura y dejar su marido.

—¡Dios! ¡Qué tonta fui! ¿Por qué me enamoré de esta nulidad? ¡Debería haberle creído a Ben! —exclamé con rabia.

Miré el reloj. Faltaba una hora para la consulta con el médico, pero ya empezaba a ponerme nerviosa. Sentía un nudo en el estómago y mis manos estaban ligeramente sudorosas. Había leído muchos comentarios que insistían en que este médico era el mejor del país. Decidí que, si alguien podía ayudarme, era él.

Al llegar al hospital, fui recibida por una recepcionista sonriente que me indicó que tomara asiento. Intenté calmarme, pero mis pensamientos se arremolinaban en mi cabeza. Después de unos minutos que se sintieron eternos, el doctor me llamó a su consulta. Era un hombre de mediana edad, con una expresión amable pero profesional.

—Señora García, ¿verdad? —preguntó, revisando mi expediente.

—Sí, así es —respondí, sentándome frente a su escritorio, sintiendo un leve temblor en mi voz.

—He revisado sus antecedentes y entiendo que ha pasado por muchas dificultades y dos intervenciones. Aún conserva los ovarios y el cuello del útero. Eso es bueno.

Asentí, sintiendo una mezcla de esperanza y escepticismo. Después de tantos años de dolor y desilusiones, me costaba creer en las promesas.

—Usted quiere ser una mujer plena y tener hijos. Existen técnicas más seguras y menos costosas que el trasplante de útero. En su caso, debemos valorar todas las opciones. De todos modos, haremos todo lo posible para ayudarla.

—¡No! No quiero otras técnicas. Quiero un trasplante de útero —dije categóricamente, con la voz temblando de emoción y firmeza.

—El trasplante de útero es uno de los avances más impresionantes en la medicina de fertilidad, aunque todavía se considera experimental. No puedo darle una garantía absoluta —dijo.

Desde luego, por ahora no planeaba tener hijos, simplemente no quería sentirme un "jarrón vacío", como dijo mi padre. Quería ser una mujer igual que mis hermanas, por eso insistía en el trasplante.

—Quiero tener un útero —repetí, sintiendo la urgencia y la desesperación en mis palabras.

—La entiendo, pero es una operación muy arriesgada. Se trata de la implantación de un útero sano en el cuerpo de una paciente que no tiene útero, como es su caso. No puedo garantizarle que pueda gestar y llevar a cabo un embarazo —dijo el médico, sin captar completamente mi desesperación.

La consulta duró una hora, durante la cual el doctor me explicó incansablemente los posibles riesgos. Yo seguía insistiendo, aferrándome a esta última esperanza. Finalmente, él cedió y me escribió una lista de pruebas a las que debía someterme para empezar a buscar un donante adecuado. Luego tendría que esperar a ese donante, someterme a una operación en su clínica en la capital y pasar allí unos meses. Todo esto tendría que pagarlo yo de mi bolsillo, porque ninguna póliza de seguro cubría estos tratamientos, y al final, nadie me daba garantías de nada. Pero yo estaba dispuesta a todo.

Salí de la consulta con una mezcla de alivio y una gran esperanza, aunque sabía que el camino por delante sería largo y difícil. El dinero no me preocupaba mucho; algo ya tenía, y el resto podría pedírselo a Cruz. Él me debía mucho más.

Fui al hospital para pedir citas para hacer los análisis que me exigió el doctor para el trasplante. Mientras buscaba un lugar en el estacionamiento del hospital, vi el auto de Sam. "¿Qué está haciendo este idiota aquí?" - pensé con irritación. En ese momento, recibí un mensaje de María. Resulta que mi querido padre otra vez estaba en el hospital. ¿No piensa morir ahora de verdad? Su muerte ahora no me convenía. Para enterarme mejor de la situación, pensé bajar a información.




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