Stella.
Le dije palabras hirientes a Ben y lo eché de mi habitación, aunque en realidad quería estar presionada contra su pecho escuchando su corazón, sentir sus manos fuertes que me daban apoyo, que tanto necesitaba, inhalar su aroma que me volvía a los tiempos pasados. No sé por qué, pero por primera vez de repente me arrepentí de que, debido a mi amor ciego por Sam y mis problemas con mi fertilidad, nada salió bien entre Ben y yo.
Después de todo, sentí que él quería quedarse conmigo a pesar del peligro, porque todavía estaba enamorado de mí. Pero al recordar los tiernos ojos de Lisa, que me cuidaba con increíble paciencia cuando me encontraba en un estado deplorable, me di cuenta de que no podía arruinarle la vida ni a ella ni a Ben. Ya me sentía lo suficientemente culpable de que Robert recibiera un golpe en la cabeza por mi culpa. Todo lo que pasó fue solo culpa mía y yo tenía que ser responsable de todas mis acciones erróneas en solitario, sin implicar a los demás.
Las lágrimas brotaron de mis ojos al recordar aquellos días en los que no estaban ni Cruz ni Smith en mi vida. ¿Habría sido diferente si hubiera elegido a Ben desde el principio? ¿Si no me hubiera cegado el amor por Sam? La duda se clavaba en mi mente, alimentando el remordimiento y la culpa que sentía. Me sentía rota, dividida entre la culpa de haber echado a Ben de mi vida y la certeza de que era lo mejor para él. ¿De verdad lo era? No podía estar segura. Todo parecía tan confuso.
—No llores, volverá —escuché de repente la voz de una anciana.
Me sequé las lágrimas de las mejillas mojadas y fui a la puerta para ver quién era. No había nadie en la habitación ni en el pasillo. La voz estaba en mi cabeza. De repente, recordé la historia de Ben sobre una anciana extraña y un amuleto que lo trajo a este pueblo. “¿Quizás tenga razón y debería conocer a Madame Clarice?” pensé y me acosté en la cama.
Finalmente, el cansancio me venció. El día fue demasiado ajetreado y me quedé dormida. A la mañana siguiente me desperté temprano, con una determinación renovada. Decidí buscar a David. Necesitaba respuestas y, tal vez, él podría ofrecerme alguna orientación. Además, si el niño era autista, necesitaba la atención de un especialista. David merecía ser libre de Smith y Cruz, y yo haría todo lo posible para asegurarme de que lo fuera.
Fui a la ducha, me vestí y me presenté en el orfanato. Una mujer de mediana edad, con una mirada cansada pero amable, me recibió.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarla? —preguntó.
—Estoy buscando trabajo como cocinera. He tenido algo de experiencia en la cocina y necesito un empleo con urgencia —dije, intentando sonar convincente.
La mujer me observó por un momento, evaluando mi petición.
—Estamos cortos de personal. Es verdad. Pienso que la directora podría darle una oportunidad. Vamos.
Me abrió más la puerta y me invitó a seguirla. Cuando entré, inmediatamente me di cuenta de que estaba aquí. Mis visiones se estaban haciendo realidad. Caminamos por el mismo pasillo. Miré una de las puertas, había un consultorio médico, donde Bella estaba a cargo, y enfrente estaba la oficina de la directora. La mujer llamó con cuidado a la puerta.
Me puse tensa, esperando que Marta estuviera adentro, pero nadie abrió la puerta.
—Lo más probable es que esté en la cocina, preparando el desayuno —dijo la mujer y me guio a otro lado.
Cuando entramos a la cocina, tal como en mi visión, vi a Marta poniendo sándwiches en los platos.
—Qué bueno que estés aquí. Ayúdame. Vierte el jugo en garrafas. De lo contrario, no tengo tiempo —me ordenó a mí o a mi escolta.
Sin dudarlo, me puse el mandil, saqué las jarras del armario y comencé a servir el jugo.
—¿Ya calentaste la leche para cola cao o lo hago yo? —pregunté, olvidando por completo que ella no me conocía y que en realidad era la directora de este orfanato.
—Ana, ¿quién es? —preguntó Marta sorprendida a la mujer.
—Esta chica vino a buscar trabajo. Ella dice que es cocinera —respondió Ana—. La llevé a tu oficina y luego recordé que deberías estar aquí.
Marta me miró valorativa. Me quedé con una olla en la mano.
—¿Tienes experiencia en la comida para los niños?
—Sí —mentí con confianza.
—Entonces no te quedes ahí como una columna, pon la leche a calentar —ordenó.
Rápidamente saqué una garrafa de leche del frigorífico, la vertí en la olla y la puse al fuego, mientras tanto saqué las fuentes y coloqué los zumos preparados.
Cuando todo estaba listo, fui con Marta al comedor a servir el desayuno. Miré con mucho interés a los niños, pero David no estaba, aunque vi a la niña pecosa que lo llamó tonto. ¿Dónde está David?
—Muchas gracias por ayudarme, si de verdad te necesito trabajo, puedes empezar ya —dijo Marta con una sonrisa sincera.
—Sí me hace falta trabajo, pero también me hace falta un sitio donde dormir. Anoche me alojé en un hostal cercano, pero no tengo más dinero para pagarlo —dije con pena en la voz.
Marta me miró con una pregunta muda.
—Me escapé de mi marido, que es una bestia. Me pegaba, me insultaba… —solloce—. No pude aguantar más y me marché con lo puesto.
—Te entiendo —me abrazó—. Esta es una casa de Dios y aquí no solo los niños desamparados encuentran su lugar, también las mujeres maltratadas. Ana también tenía un mal marido. Si quieres, puedes hablar con ella.
Eso no era del todo lo que quería, por eso pregunté una vez más.
—¿Puedo quedarme aquí?
—Por supuesto, pero no sé dónde instalarte. No tenemos sitio —dijo pensativa Marta.
—Solo necesito un rincón —sollocé.
—Ok, por ahora dormirás en mi despacho. Total, casi no lo uso —dijo ella. – Ahora lo ordeno.
Salí del comedor con un poco de esperanza. Ahora tenía una forma de buscar a David sin levantar sospechas. Sentí que estaba aquí, pero no sabía dónde, aunque sospechaba que podría estar con Bella, como en mi visión. Con la posibilidad de instalarme en el despacho de Marta, tendría oportunidad de entrar en el consultorio médico de enfrente.
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Editado: 23.07.2024