Una razón para amarte

Capítulo 41.

Benjamín.

—Papá, ¿dónde estás? —pregunté, escuchando la voz de mi padre y dándome cuenta de que él y María ya habían sido liberados por la policía.

—Estamos en la casa de Walter. ¿Has encontrado al niño? —respondió. Pude oír las voces de los presentes a quienes confirmó que era yo quien llamaba.

—No, no encontré al niño, aunque estaba en ese orfanato —respondí—. Encontré a Stella.

—¿Qué? —exclamó alegremente. – ¿De verdad encontraste a Stella?

—Sí, ella se escapó de Cruz empujándolo por las escaleras y ahora está en un hostal local —le expliqué.

—¿Estás con ella? Ben, nos vamos hacia ti ahora mismo —dijo rápidamente mi padre antes de colgar.

Regresé al banco cerca del caballo rosa y me senté, intentando procesar todo lo que había sucedido. La noche invernal envolvía el pueblo, y copos de nieve caían suavemente, formando una capa blanca y silenciosa sobre el suelo. El aire frío se colaba por mi abrigo, pero apenas lo sentía. No podía aceptar que Stella realmente quisiera que me fuera. La desesperación en sus ojos y sus palabras rabiosas parecían gritos de ayuda disfrazados. Pero, en una cosa había sido clara: viví bien sin ella estos tres años. ¿Por qué diablos me involucré en este asunto?

El sonido de los copos de nieve al caer era casi hipnótico, creando un ambiente surrealista a mi alrededor. La plaza estaba desierta, con solo las luces amarillas de las farolas reflejándose en el suelo cubierto de nieve. De repente, recordé las palabras de Madame Clarice: "Estar bien no significa ser feliz".

—¿Cuándo estuve feliz? – pregunté a mí mismo.

Los recuerdos de los tiempos pasados como una película pasaron por mi mente y se situaron en Stella, llenando el frío y la oscuridad con imágenes cálidas y llenas de vida. Recordé nuestras caminatas bajo la lluvia, cómo solíamos discutir de cosas insignificantes, las tardes de verano en la pista de tenis, como ella se reía de mi torpeza, la terraza donde ella solía leer sus libros de psicología y yo simplemente disfrutaba de su compañía.

Pero ahora, esa Stella parecía tan lejana, casi irreal. La desesperación en sus ojos de hoy contrastaba brutalmente con esos recuerdos llenos de felicidad. ¿Qué había sucedido para que todo se desmoronara de esa manera? Mientras esperaba a mi padre, envuelto en la melancolía de la nieve cayendo y los recuerdos del pasado, me sentí más perdido que nunca, sin saber si alguna vez podría recuperar esa felicidad.

Al final, el coche de mi padre entró en la plaza.

—¿Dónde está Stella? ¿Qué pasa con ella? —preguntó cuando subí al auto.

—Ella todavía está allí —señalé la ventana del hostal—. No te preocupes, ella está bien.

—¿Por qué no estás con ella? —preguntó sorprendido.

—Porque ella me echó, dijo que no necesitaba mi ayuda —respondí bruscamente—. Que no quiere nada conmigo, que ama a Sam pase lo que pase.

—Bien —respondió mi padre y, volviéndose hacia el asiento trasero, añadió—: Antipov, asegúrate de lo que acordamos y que no haya más sorpresas e imprevistos. Parece que esta chica está arrastrando muchos problemas a su paso.

Sólo entonces me di cuenta de que Antipov, su amigo, estaba en el asiento trasero. Anteriormente fue detective privado y ahora trabajaba como jefe de seguridad para mi padre.

—Por supuesto, jefe. Pero no seas un héroe, no te apartes del coche de escolta. No quisiera salvarte de otro imprevisto —respondió Antipov sarcásticamente antes de salir del coche.

—Si has involucrado a Antipov, ¿es un asunto serio? —pregunté.

—Sí. Me comuniqué con Fernando y descubrí que Cruz trabajaba para la mafia albanesa —respondió mi padre—. Los servicios secretos lo siguen desde hace un año para recopilar las pruebas e identificar sus contactos. Casi arruinas su trabajo con tus acciones impulsivas. Por cierto, tu amigo Jonny, parece, hubo recobrado el sentido y su vida no corre peligro.

—Escucha, padre, Stella también me habló del hombre para quien trabaja Cruz. El niño que buscábamos no es el hijo de Cruz, sino su sobrino, el hijo de su hermana Donna y ese hombre —dije, contándole todo lo que escuché de Stella—. Ella cree que Smith le inyectó la misma sustancia que le inyectaba a Donna cuando ella estaba embarazada, y muy probablemente al niño también.

—En realidad, así lo parece ser cierto. —dijo pensativamente mi padre—. Del estado tan deplorable que estuvo, se recupera muy rápido y no tuvo ningún síntoma de abstinencia. Es una pena que no le hiciéramos un análisis de sangre en ese momento.

—¡Necesito encontrar a ese Smith! – exclamé entusiasmado, recortando la cara pálida de Stella entonces.

—Por supuesto que lo harán, pero tú no —respondió—. Ahora volarás a casa. Lisa ya ha llamado cientos de veces y está preocupadísima.

En ese momento, de repente me di cuenta de que no quería volar allí, ni hacer negocios, ni vivir con Lisa, aunque ella era muy buena persona, cariñosa y comprensiva. Quizás habría vivido una vida maravillosa y tranquila con ella, habría tenido hijos, habría ampliado mi negocio... pero no habría sido feliz. Esto era exactamente lo que entendí.

—No, padre, no volaré a ningún lado. Llamaré a Lisa y le explicaré todo —respondí.

—¿Qué vas a explicar, hijo? ¡¿Qué estás a punto de arruinar tu vida por culpa de una idiota?! —exclamó mi padre, golpeando el volante. – No lo permitiré.

—Papá, ya intentaste destruir mi vida una vez.

Mi padre me miró interrogativamente.

—Intentaste alejarme de Stella una vez.

—¡No fui yo quien te alejó de ella, fue ella quien eligió a otra persona! ¿Te olvidaste? ¿Has olvidado cómo sufriste, cuando te dijo que se casa con Sam?

—No, no lo olvidé, - respondí tranquilamente. -  Tampoco olvidé que con ella estaba más feliz que nunca.

Mi padre no dijo nada más. Puso en marcha el coche y me llevó hasta Walter.

Llegamos a la casa de Walter muy de noche. La luz brillante de las farolas iluminaba la entrada de la casa, bañando el porche con un brillo frío que contrastaba con la tensión palpable dentro de la casa. Mi padre y yo fuimos recibidos por María, quien nos abrazó con una mezcla de alivio y preocupación al no ver a Stella con nosotros. Entramos al salón. Walter estaba sentado en una silla junto a la chimenea, con Alba, su vieja amiga, a su lado. Todos nos miraban con ansiedad, esperando escuchar mi relato.




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