-Se suponía que no nos íbamos a encontrar nunca –dice Ángel sombríamente.
-¿Por qué? –le pregunto en contra de mi voluntad.
De nuevo se pone silencioso, pero continúa mirándome, y siento su mirada tan aguda, como si sus ojos fuesen unos cuchillos de acero que se deslizan sobre mi piel. El contacto de miradas es tan tenso, que el aire entre nosotros se electriza.
-Espera aquí –dice Ángel–. Volveré pronto.
Asiento con la cabeza. Ja-ja. ¿A dónde voy a ir, si el mundo que me rodea parece un conjunto de manchas?
El chico en verdad regresa pronto. Se arrodilla delante de mí otra vez, y al segundo siguiente mis fosas nasales captan el olor a desinfectante. No tengo idea de dónde logró encontrar un botiquín de primeros auxilios, pero atiende mi herida como un verdadero profesional. Apenas toca mi tobillo, actúa con mucha delicadeza y cuidado, pero en cada gesto hay una confianza abrumadora. Parece que Ángel sabe cómo tratar las heridas: cómo sanarlas y cómo infligirlas.
-¿De qué ciudad eres? –le pregunto–. ¿De la capital?
Como era de esperar, me topé contra un muro de silencio.
-Claro –suspiro–. Otra pregunta volátil.
-¿Volátil? –tal parece que el chico escucha esa palabra por primera vez–. ¿Qué significa?
-Eso –chasqueo los dedos–. Hago una pregunta, y ella vuela al vacío, no recibo ninguna respuesta. Las palabras suenan, pero son inútiles.
Ángel se ríe. Sus dedos descansan sobre la curita que cubre la herida en mi tobillo, y luego su enorme mano se mueve hacia arriba, acaricia mi pierna y se aleja abruptamente. Un movimiento inexplicable, parece que por un instante perdió el control.
-Tus rodillas son tan puntiagudas que pueden cortarme –dice el chico.
-Igual que tus ojos.
-¿Cómo lo sabes si no me ves? –sonríe él.
Me inclino hacia adelante y entrecierro los ojos. A decir la verdad, él tiene razón. Mi vista aún es borrosa.
-¿Cómo lo sabes? –pregunto en voz baja.
Ángel me toma en sus brazos y me saca del salón; no le importan mis protestas ni muestras de indignación.
-¡Oye, eso no es justo! –grito.
Estamos en el medio de la oscuridad. No hay mucha iluminación en los alrededores del colegio. Más tarde aquí habrá una fiesta de los fuegos artificiales, pero aún queda mucho tiempo para la medianoche. Ahora los faroles de la calle están apagados, incluso sin esas malditas gotas no sería capaz de ver nada. Una oscuridad absoluta reina en los alrededores.
-¿A dónde me llevas? –me estremezco y golpeo su pecho con mis puños–. ¿Qué piensas hacerme?
- Nada –Ángel me baja al suelo, pero no permite que me aleje; me agarra por la cintura y se inclina quemando mi mejilla con su aliento caliente–. Nada de lo que realmente me gustaría.
-Explícate –exijo.
-Eres muy pequeña.
-¿Qué?
-Muy pequeña.
-¿Y tú, muy adulto? –murmuro indignada–. ¿Dos años mayor que yo? ¿O tres? ¿Así que tengo que crecer para entender tus estúpidas bromas?
-No.
-¿Qué quieres decir con el "no"? –me muestro molesta.
-Olvídalo.
Me irrita su fingida frialdad y rigidez. Él no es así en realidad. Es sólo una máscara. ¿O me equivoco?
No sé nada de este tipo. Apareció de la nada y puede desaparecer para siempre en cualquier momento.
-No eres un ángel, eres un cuentacuentos –le digo lo que pienso–. Y sabes qué, tus cuentos no son precisamente los cuentos de hadas. Te gusta guardar una imagen extraña. Te gusta fingir. Es como si te estuvieras escondiendo detrás de una máscara. Por ejemplo, ahora me trajiste a un lugar oscuro. ¿Tienes miedo de que pueda ver tu cara cuando pase el efecto de las gotas? No entiendo cuál es el problema. ¿Por qué no quieres que te vea? ¿Eres un actor famoso? ¿Un bloguero? ¿Una estrella de rock? No te importa que te vean los demás. ¿Soy yo la única quien no debe reconocerte?
-Tienes razón –dice Ángel–. No me importan los demás.
-¿Qué quieres decir?
-No creo que te guste cuando me veas.
Toco su cara, rozo con las puntas de mis dedos su piel caliente. Dibujo en su cara líneas invisibles. Siento sus rasgos. Tiene frente alta. Cejas gruesas y fruncidas. Nariz recta. Pómulos bien definidos.
Estoy explorando sus labios más detenidamente. Parece que expone sus dientes en una extraña sonrisa. Como un animal salvaje. Como una fiera. Un poco más y va a gruñir. O aullar.
Pero sus labios tienen una forma hermosa. De lo contrario, no se habrían sentido tan... sensuales. Que boca tan seductora. Quiero seguir tocando sus labios con las yemas de mis dedos rígidos por la tensión. Una y otra vez…
De repente Ángel se inclina hacia adelante y mis manos se deslizan más abajo. Ahora estoy tocando su viril barbilla.
-Eres hermoso –susurro–. No tienes cicatrices ni defectos visibles. No siento ningún defecto.
Esto quedó claro tan pronto como llegamos al baile. Si él fuese un chico poco atractivo, Inga no se habría vuelto loca. Además, escuché algunas frases. Las chicas hablaban sobre la buena presencia del extraño misterioso.
-¿Acaso puedo ver algo malo en ti? –pregunto y espero que al menos esta pregunta no se vaya volando al vacío.
Ángel intercepta mis muñecas, pero no me suelta. Aspira el aire con mucha fuerza.
-Si yo fuese unos años mayor –suspiro–. ¿Te comportarías conmigo de otra manera? ¿Hablarías normalmente? Cuando sea mayor...