Una sola soledad

3

Mickey

No suelo prestar atención a lo que me rodea cuando dibujo. El lápiz y el papel son suficientes para encerrarme en mi propio mundo. Quizá por eso no vi a la chica hasta que chocamos de frente

Ella me fulminó con la mirada, limpiándose la mancha con un gesto brusco.
—¿No me viste? ¿Acaso andas ciego?

Me incliné a recoger mis papeles, tratando de no perder la calma. A simple vista, parecía menor que yo. Tendría esa edad en la que uno cree que tiene que pelear contra el mundo para no dejarse pisar. Su tono me sonó a eso: defensa antes que entendimiento

Respiré hondo. Pude haber discutido, pero no tenía caso. Ella no parecía alguien con quien valiera la pena pelear. Tenía el ceño fruncido y esa energía de alguien que carga con algo más grande que una simple mancha de café.

—No son garabatos —le respondí, intentando que mi voz sonara tranquila—. Y, si lo piensas bien, tú tampoco estabas muy atenta.

Lo dije sin levantar la voz, como quien deja caer una verdad en medio del ruido. Ella se cruzó de brazos, con la furia brillándole en los ojos, y por un instante me recordó a un dibujo inacabado: lleno de líneas tensas, pero con un fondo que pedía a gritos un poco de calma.

Decidí alejarme, no porque tuviera miedo de la discusión, sino porque sabía que no tenía sentido seguir peleando. Pero mientras recogía mis hojas y me daba la vuelta, algo de ella se me quedó grabado en la mente.

Su cabello suelto, negro y lacio, parecía tener vida propia. Se notaba que no era de esas chicas que lo peinan para agradar, sino que lo dejaba ser, rebelde, como ella. Era pequeña, mucho más que yo, pero sus ojos grandes la hacían parecer inmensa cuando me miraba. Y con esa mirada me fulminó, como si pudiera atravesarme.

Me fijé también en su mejilla. Tenía un lunar, o mejor dicho, varios, que formaban un triángulo extraño, casi perfecto. No sé por qué, pero esa marca me arrancó una sonrisa involuntaria. Tal vez porque, en medio de tanta rabia, descubrí algo único en ella… algo que la hacía imposible de olvidar.

Me alejé del pasillo todavía con la imagen de esa chica grabada en la mente. No sé por qué, pero su mirada me perseguía aunque tratara de ignorarla. Quise reírme de mí mismo, y justo entonces escuché una voz familiar.

—¡Mickey! —era Josué, mi mejor amigo desde el colegio.

Me acerqué, agradecido de ver una cara conocida. Pero Josué no estaba solo: a su lado iba Carla. Sí, esa Carla. La chica de sonrisa fácil, de palabras rápidas y de un humor que podía iluminar o incendiar una sala en cuestión de segundos.

—¿Qué tal, hermano? —me saludó Josué con una palmada en la espalda.

Carla me miró con ese gesto curioso que siempre me incomodaba un poco, como si estuviera diseccionando mis pensamientos solo con los ojos. Cuando estaba de buen humor era amable, incluso tierna, pero si se cruzaba… bueno, mejor no provocarla. Un peligro andante.

—Todo bien —respondí, guardando mis papeles en el cuaderno para que no se fijaran en lo que había estado dibujando.

Josué empezó a hablar de sus clases, de planes para el fin de semana, de tonterías que solían hacernos reír. Yo lo escuchaba, aunque mi mente se distraía una y otra vez. No podía dejar de pensar en la chica del pasillo, la de los ojos grandes y el lunar triangular en la mejilla.

Estaba distraído, pensando en la chica del pasillo, cuando me di cuenta de que Carla me observaba con demasiada atención.

—Míralo, Josué —dijo entre risas—. Mickey está de buen humor, ¿te das cuenta? Eso no pasa todos los días.

Josué me dio un codazo amistoso.
—¿Y a qué se debe la sonrisa, ah?

Intenté disimular, pero Carla ya había olido la presa. Tenía esa manía de futura periodista: cuando algo le llamaba la atención, no lo soltaba.

—Vamos, confiesa —insistió, ladeando la cabeza como quien huele un secreto—. ¿Qué estabas pensando? ¿Por qué la cara de “yo sé algo que ustedes no”?

Me encogí de hombros.
—No es nada. Solo me acordé de una tontería.

Carla me fulminó con los ojos, divertida.
—Ajá, claro. Con esa cara no estabas pensando en una tontería. Vamos, Mickey, dame la exclusiva.

Josué se rió y trató de suavizarla, aunque yo sabía que en el fondo le divertía verme incómodo.
—Déjalo, Carla. A veces Mickey se guarda sus cosas.

—Precisamente por eso me intriga —replicó ella, cruzándose de brazos—. No hay nada más sospechoso que alguien callado con una sonrisa.

Yo solo negué con la cabeza, intentando mantener la calma. No pensaba contarles que lo único que se me venía a la mente eran los ojos grandes de una desconocida, ni el lunar triangular en su mejilla que me había dejado marcado. Eso me lo guardaba para mí.

—Bueno, no me lo quieres decir… —bufó, pero de inmediato cambió de tema—. ¡Ah! Por cierto, conocí a una chica nueva en la facultad. Se llama Elaine, ¿la ubicas?

Se me vino un recuerdo en su carnet estudiantil decia su nombre sera esa pequeña llama fulminante

Sentí un pequeño choque en el pecho con ese nombre. Fingí indiferencia.
—No, no me suena —mentí, aunque la imagen de sus ojos grandes me atravesó la memoria.

Carla siguió, entusiasmada, sin sospechar nada.
—Es algo arisca, pero interesante. Tiene carácter, eso sí. Seguro me toca domarla un poco si quiero hacerme su amiga.

Josué rió.
—Te va a salir competencia, Mickey. Con tu paciencia legendaria, ustedes dos harían buen dúo.

Rodé los ojos para esconder la sonrisa que me quiso escapar. No iba a darles el gusto de saber que, en el fondo, yo ya me había cruzado con Elaine… y que aún no podía sacarla de mi cabeza.




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