Entre las llanas y fértiles tierras de la meseta, asoman las ruinas de lo que en el pasado fue un pueblo castellano, hoy olvidado.
Las primeras luces del amanecer dejan al descubierto un paisaje desolador.
Las viviendas, bodegas y palomares, en su día construidos con materiales autóctonos como adobe y madera, han sufrido un gran deterioro con el paso del tiempo y aunque se resisten a caer completamente, están condenados a su destrucción.
El pequeño templo, cuya estructura original es ya apenas imperceptible debido a su estado ruinoso, acepta con resignación su progresiva decadencia y sólo conserva ya la espléndida torre de ladrillo, que se alza altanera desafiando al paso del tiempo, aun siendo consciente de que su gran campana ha sido expoliada y jamás volverá a llamar a los fieles a la oración.
En las afueras se puede escuchar el profundo lamento del camposanto, debido a la cruel profanación de sus tumbas, convencido ya de su extinción ante su simbiosis con el medio natural que lo rodea.
Incluso las tierras de cultivo han sido abandonadas a su suerte y reposan, tal vez para siempre, convertidas en solitarios eriales.
Sólo mantiene cierto esplendor el cercano bosque, con sus imponentes árboles de frondosas hojas ajenos al paso del tiempo, y la fuente, que parece manar agua eternamente.