Las costumbres en mi hogar eran un laberinto de reglas no escritas, tan sólidas como los muros de piedra que nos rodeaban. El matrimonio de mis padres, Don Rafael Machado y Doña Sofía, había sido un pacto, una unión de conveniencia tejida en la tradición familiar. Recuerdo sus semblantes el día de su boda, tan solemnes, tan carentes de la chispa que veía en los ojos de las parejas en los libros. De niña, no comprendía la frialdad de aquel compromiso, solo sentía una atmósfera distante en el aire que respirábamos.
Mi madre, Doña Sofía, llevaba en su corazón el anhelo de un hijo varón, el heredero que perpetuaría el legado familiar, esos "asuntos de la familia" que se mencionaban en voz baja, casi como secretos susurrados en la oscuridad. Su deseo era una fuerza silenciosa en la casa, una expectativa que parecía flotar en cada rincón, en cada cena familiar, en cada conversación tenue.
Luego llegué yo, en aquel año lejano de 1962. El mundo era un lugar distinto entonces, desprovisto de las pantallas brillantes que hoy revelan los misterios del futuro con un simple toque. Mis padres aguardaron mi nacimiento en la incertidumbre, sin saber si la cuna se balancearía para un niño o una niña. Recuerdo, a través de los fragmentos de las conversaciones adultas que llegaban a mis oídos infantiles, la sorpresa en sus rostros al verme. Una sorpresa matizada por una sombra de decepción. En nuestro mundo, nacer mujer no era precisamente la llegada de una bendición sin reservas, sino más bien una complicación en los planes trazados.
Me bautizaron Luna, un nombre que siempre sentí como un suave murmullo dentro de mí, una conexión silenciosa con el astro nocturno que a menudo contemplaba desde la ventana de mi habitación. Sin embargo, para el mundo exterior, para los socios de mi padre, para los empleados de la mansión, incluso para algunos parientes lejanos, yo era Luca. La ambigüedad de mi nombre se convirtió en una puerta abierta a la confusión, una confusión cuidadosamente cultivada por mi apariencia. Mi cabello, siempre corto y cuidado, mi ropa, sencilla y sin adornos, eran las piezas de un disfraz invisible que me ocultaba a plena vista, protegiéndome de las miradas y las expectativas que recaían sobre las mujeres de nuestra familia.
La imponente mansión, con sus muros de piedra cubiertos de hiedra y sus jardines laberínticos donde las rosas trepaban enredándose en secretos, se transformó en mi universo particular. Sus confines eran a la vez mi patio de juegos y mi santuario. Rara vez cruzaba los altos portones de hierro forjado. El mundo exterior se antojaba un lugar lejano y desconocido, un torbellino de sonidos y rostros que solo alcanzaba a vislumbrar a través de las rendijas de las cortinas o en los fragmentos de las conversaciones de mis padres.
Aun así, en mi pecho infantil a menudo florecía una punzada de curiosidad, un anhelo impetuoso por explorar los misterios que se escondían más allá de los límites de nuestra propiedad. Recuerdo una tarde de sol brillante, tendría unos siete u ocho años, cuando me atreví a acercarme a la entrada principal. A través de los barrotes fríos, observé el bullicio de la calle, los automóviles que pasaban como bestias de metal rugientes, la gente caminando con un propósito que yo desconocía. Un impulso irrefrenable me invadió, una necesidad casi física de correr hacia ellos, de perderme en esa marea de movimiento y descubrir qué se sentía ser parte de ese mundo vibrante. Pero entonces, la voz firme y autoritaria de mi padre resonó desde el interior, como un eco de las reglas inquebrantables de nuestro hogar, recordándome con claridad que mi lugar estaba allí, protegido y oculto tras los muros. Esa sensación de encierro, ese deseo frustrado de libertad, se grabaron a fuego en mi memoria infantil, una herida silenciosa que tardaría en cicatrizar.
Dentro de la mansión, encontraba un consuelo inesperado en el vibrante universo que cobraba vida bajo los dedos delicados de mi madre. Su estudio, un santuario impregnado de los aromas penetrantes del óleo y la trementina, era un espacio mágico donde los lienzos blancos se metamorfoseaban en paisajes oníricos y retratos cargados de misterio. Me sentaba en silencio a su lado, observando la danza precisa de sus pinceles, imaginando las historias ocultas en cada trazo, en cada mezcla de color.
Con el tiempo, los libros se convirtieron en mis compañeros más fieles. Sus páginas amarillentas eran portales a mundos lejanos, a aventuras emocionantes y a vidas que contrastaban drásticamente con la monotonía de mi existencia. Me sumergía en sus relatos durante horas interminables, escapando de la quietud opresiva de mi rutina diaria, soñando con horizontes más amplios y destinos desconocidos.
Y luego... luego revive en mi memoria aquel día. Un día que se incrustó en mi mente con una nitidez dolorosa, como una astilla bajo la piel. Aún puedo sentir la tensión palpable que flotaba en el aire, escuchar los susurros nerviosos de mis padres, percibir el nerviosismo inusual que lo impregnaba todo, como una tormenta silenciosa que se avecinaba. Estaba absorta en la lectura de un cuento de hadas en la biblioteca, un refugio de fantasía donde los dragones y las princesas ofrecían un escape momentáneo de mi realidad, cuando la pesada puerta de roble se abrió con un crujido lento y deliberado. Mi padre apareció en el umbral, su semblante severo como una máscara inexpresiva, seguido de mi madre, cuyo rostro reflejaba una mezcla inquietante de incomodidad y resignación. Y detrás de ellos, tímida y con la mirada huidiza, entró una muchacha.
Ahora recuerdo con claridad la punzada de curiosidad y la ligera inquietud que sentí al ser llamada a la sala de reuniones. La energía en el aire era densa, casi palpable. Mis padres estaban allí, de pie junto a la chimenea apagada, sus figuras proyectando sombras largas y silenciosas sobre la alfombra persa. Y luego la vi a ella.