Sin previo aviso, los hombres detrás de Darragh desataron una violenta batalla contra los jóvenes que acompañaban a Melquiades. Las chispas volaban y el sonido de golpes y disparos resonaba en el estrecho callejón. Xelania observaba en estado de shock, su mente luchando por procesar la brutalidad que se desplegaba ante ella. Justo cuando pensó en retroceder, sintió el frío brazo de Darragh que rodeaba su cuello, inmovilizándola. Su aliento era gélido contra su oído, y en su otra mano, una pistola de aspecto amenazante apuntaba directamente a su cabeza.
El corazón de Xelania latía con fuerza, como si cada palpitar fuera un retorno desesperado en su mente. ¿Cómo terminé aquí? Ni siquiera conozco a estas personas y ya me veo atrapada entre la vida y la muerte. La frustración y el miedo se mezclaban, creando una sensación de impotencia que la hacía morderse los labios para no gritar.
Darragh, con una voz grave y cruel, miró a Melquiades con desprecio: “¿Quieres ver morir a esta jovencita? Porque sé que no te importará. Ya estás acostumbrado a dejar morir a las chicas que confían en ti, ¿o no, capitán?” Las palabras de Darragh cayeron como un martillo sobre Melquiades, haciendo que su expresión endurecida se rompiera por un instante, dejando entrever la culpa y el dolor que aún lo atormentaban.
Un torbellino de recuerdos inundó la mente de Melquiades. Volvió a verse como el capitán del Equipo Sombra, un líder intrépido conocido por no fallar, dispuesto a experimentar con nuevas tecnologías para mejorar las misiones. Pero uno de esos inventos se había salido de control, convirtiendo una operación rutinaria en un desastre. Eloise, una miembro valiente y hábil del equipo, quedó atrapada en el fuego cruzado de su creación. La vio caer, su rostro congelado en una expresión de desconcierto mientras la vida se escapaba de sus ojos. Y, junto a ella, Darragh, quien había amado a Eloise en silencio, se había convertido en un ser lleno de rencor y odio hacia su antiguo capitán.
El recuerdo era como una daga atravesando el pecho de Melquiades. Frente a él, Darragh sonreía con una mezcla de satisfacción y amargura. Sabía que había tocado la herida abierta de su enemigo, y Melquiades comprendía que Darragh no dudaría en apretar el gatillo. Bajó la mirada, cerró los puños y, sin más opción, dejó caer el frasco de Mitrioplasma al suelo, rindiéndose.
“Está bien... lo tienes. Pero déjala ir”, dijo con un tono de derrota que no encajaba con el hombre decidido que solía ser.
El sonido de la batalla cesó al instante. Los jóvenes que luchaban al lado de Melquiades se detuvieron, con los rostros surcados de cortes y respiraciones entrecortadas. Darragh, complacido con su victoria, se inclinó cerca de Xelania y, antes de retirarse, sacó una jeringa de su cinturón. Sin que nadie pudiera reaccionar a tiempo, inyectó un líquido oscuro en el cuello de Xelania. “Para que recuerdes este encuentro”, susurró con una sonrisa maliciosa antes de soltarla.
Xelania sintió un ardor abrasador que se extendía por su cuerpo, como si el veneno se apoderara de sus venas. Apenas tuvo tiempo de ver el rostro de Melquiades, congelado en una expresión de desesperación, antes de que todo se volviera negro. Mientras su consciencia se desvanecía, lo último que escuchó fue la risa distante de Darragh y el murmullo angustiado de Melquiades. ¿Qué me ha hecho?, fue su último pensamiento antes de caer al suelo, mientras las sombras la envolvían por completo.
…………
La Academia Bastia, una de las instituciones más prestigiosas del universo, se erguía como un bastión de poder y exclusividad. Solo los hijos de las élites —realeza de diferentes planetas, generales de renombre, y altos mandos— podían cruzar sus puertas. Sus egresados se convertían en líderes que marcaban el rumbo de galaxias enteras: grandes reyes, guerreros invencibles, capitanes estratégicos, y generales que dejaban huella en la historia. Por eso, la mayoría de los padres ansiaban ver a sus hijos admitidos en este exclusivo lugar, sabiendo que su futuro estaría lleno de gloria y poder.
Sin embargo, el ambiente de la Academia Bastia no era tan reluciente como parecía. La rígida jerarquía que dominaba fuera de sus muros se reproducía en cada pasillo y aula. Los descendientes de la mayor nobleza miraban con desprecio a aquellos de rangos más bajos, conscientes de que heredarían las coronas y los títulos de sus padres. La competencia era feroz, y solo algunos se atrevían a desafiar las divisiones de casta.
Entre ellos, había un joven que rompía todos los esquemas. Carismático y de sonrisa fácil, parecía no prestarle importancia a los rígidos estigmas de la jerarquía. No venía de una gran familia, y muchos se preguntaban cómo había logrado ser admitido en Bastia, y las razones permanecían en misterio. A pesar de esto, su encanto natural y su actitud despreocupada lo habían convertido en una figura popular, especialmente entre las chicas. Pero su atractivo no se quedaba en la superficie: destacaba en cada materia y en todas las disciplinas, desde ingeniería avanzada hasta combate cuerpo a cuerpo, arquería y manejo de armas. Era un prodigio, un intocable entre los intocables.
Una tarde, mientras disfrutaba del silencio desde la azotea de uno de los edificios de la academia, su mirada se posó en un chico que caminaba por los patios solitarios. Este joven era un enigma, siempre apartado de los demás, como si su presencia llevara un peso oscuro que mantenía a todos a distancia. No era que le temieran, pero su aura fría y la sombra que parecía rodearlo hacían que nadie se atreviera a acercarse.
Intrigado, el joven popular decidió hacer lo que nadie había hecho antes: acercarse. Bajó de la azotea y cruzó el patio hasta alcanzar al solitario, quien estaba sentado a la sombra de un viejo árbol.
“Hola, ¿cómo estás?”, le saludó con una sonrisa, rompiendo la atmósfera de aislamiento.