Uno de los tres (algo para recordar)

Capítulo 1

CAPÍTULO 1

Si te dicen que se fue, no te lo creas.

MIENTEN.

Si te dicen que no pensó en ti al cerrar los ojos cada noche, no te lo creas.

MIENTEN.

Si te dicen que él pensó antes en sí mismo que en ti, no te lo creas.

MIENTEN.

Pero si te dicen que para él eras lo más hermoso de su vida y que prometió, desde el primer segundo en el que te conoció, cuidarte y protegerte, entonces sí. Créetelos.

AHORA

Una niña de ocho años no debería acudir al funeral de su padre. No todavía. Para eso debería estar realmente preparada; tener veinte años más como poco o, con un poco de suerte, cuarenta. Una niña de ocho años aún necesita a su padre y su padre, necesita y merece verla crecer y disfrutar de todas y cada una de las etapas de su vida. Compartir con ella momentos. Conservar esos recuerdos hasta la vejez. Eso sería justicia; esto, no lo es.

Los padres son fundamentales durante los primeros amores de sus hijas. ¿Quién si no, le va a asegurar de que sí hay chicos buenos cuando de adolescente grite y llore diciendo que todos son malos? ¿Quién si no va a poner malas caras cuando venga a casa un adolescente con los pantalones caídos y el cabello sucio? ¿Quién va ahora a protegerla de todos los monstruos que están debajo de la cama?

Acaricio el cabello rubio de mi hija. Cabizbaja y con los ojos llorosos, manosea el pétalo de la amapola que lleva entre sus manitas. No ha querido ponerse el vestido oscuro, ha dicho que el preferido de papá es el rosa de flores y ese es el que lleva en el funeral. ¿Cómo negarle algo así? A él no le hubiera gustado el vestido azul oscuro. Me hubiera dicho:

—Jean, no resalta su preciosa cara. Ponle otro.

Le hubiera guiñado un ojo a su hijita y, de inmediato, la hubiera subido a caballito. A mí siempre me duele la espalda y no puedo hacerlo. April ya pesa demasiado para mí.

No escucho las palabras del párroco. Me niego a estar pendiente de los lamentos y las lágrimas de los asistentes al funeral del padre de mi hija. Me niego a creer que el que está en el interior de ese ataúd de madera de abedul sea él, cuando estaba tan lleno de vida. Prefiero pensar, mientras me concentro en el murmullo del viento, que el que está dentro de la caja es un desconocido. O estoy aquí por simple compromiso. Un amigo mayor de mi padre o algo así. Pero luego, miro a mi lado y no lo veo a él pasando el brazo por mi hombro, sonriéndome y diciéndome que todo irá bien.

—¿Existen los fantasmas, mamá? —me preguntó April la noche anterior, solo unas horas antes de enterarnos del fallecimiento de papá.

No supe qué decirle. En vez de eso, me vi en la obligación de decirle a mi madre que se quedara un rato con April y me encerré en el cuarto de baño a llorar durante dos horas. Me quedé bien a gusto. Luego vino mi madre con una taza de té y me dijo que April se había quedado dormida.

—Tranquila, cariño. Los niños a esta edad son fuertes, lo superan todo.

—No sabes lo unida que estaba April con su padre, mamá —le dije yo, aceptando el pañuelo que me estaba ofreciendo.

—Todo pasará, Jean. Todo pasará.

Cuando alguien te dice algo así, es porque no sabe qué decirte. Porque entiende todo el dolor que sufres en esos momentos y estúpidamente cree que puede consolarte diciéndote que el tiempo pasa y que, gracias a eso, las heridas se curan. Se van haciendo más pequeñas. Cicatrizan. Pero solo lo creen y quieren hacértelo creer a ti cuando sabes que, en realidad, mienten. Que todo es una farsa, un complot que se cierne a tu alrededor por tu propio bien. Por tu salud mental. Porque llega un momento en el que te escuecen los ojos de tanto llorar y te salen heridas en la nariz de tanto refregarte el pañuelo en los orificios nasales. Porque llega un momento en el que te pesa hasta el alma y sientes que los latidos de tu corazón se han ralentizado hasta tal punto, que dudas hasta de si seguirán latiendo a la mañana siguiente. Y aun así, por mucho que te digan que el tiempo pasa, no pasa nada. No pasa nada. El tiempo pasa, pero el dolor no. El dolor sigue consumiéndote, sobre todo cuando ves a tu hija, inocente y pura, preguntar qué le ha pasado a papá y si ahora es un fantasma.

Mi madre me da un codazo. El párroco ha dejado de hablar y me mira; puede que lleve así varios minutos y yo no me haya dado cuenta. Miro a mi alrededor perdida y cojo la mano de April para acercarla hasta el ataúd en el que deja la flor. Es entonces cuando el silencio se ve entorpecido por los llantos histéricos e inconsolables de una niña que, al igual que yo, no puede creer que papá esté dentro de ese ataúd. Muerto. Quieto. Sin vida. Sin alma. Sin poder verla. Sin poder acariciarla. Sin poder hacerla reír. Sin nada. Nada. Nada. Nada. Ya no nos queda nada.

—Hija…

Se me parte el alma. Trato de cogerla, pero la niña se resiste a separarse del ataúd. Todos los presenten exclaman palabras como: «Oh», «Santo cielo», «Pobre niña», «Dios mío» y, mientras tanto, yo tengo ganas de gritarles que se vayan a la mierda; que me dejen estar sola con mi hija y que ambas, en cierta manera, al compartir el dolor, podamos ser capaces de consolarnos mutuamente y recomponernos. Con el tiempo. De nuevo el maldito tiempo.




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