Uno de los tres (algo para recordar)

Capítulo 2

CAPÍTULO 2

Que la tristeza desaparece cuando dejas de pensar en ella, decían.

Mentira.

Que cuando sonríes, tus ojos lo ven todo de otro color.

Mentira.

Que cuando proyectas pensamientos positivos el universo se confabula para concedértelos.

Mentira, patrañas.

¿Qué sabrán ellos?

Ilusos optimistas con una sonrisa boba en sus rostros. Hoy todo es de color negro. Hoy no ha salido el sol. Hoy, la “princesa” que se niega a ser como el resto de niñas y prefiere ser un caballero, un minero o todo lo que acabe en

-ero en vez de en –esa, es solo la sombra de lo que fue. Porque su padre no está con ella. Porque yo ya no sé qué hacer.

DOS MESES MÁS TARDE

AHORA

La mirada de April me dice que hoy tampoco está bien. Sigue confundida, quiere saber qué le pasó a su padre y yo, imbécil de mí, sigo sin saber cómo decirle que su muerte fue del todo injusta. Que todo fue culpa de un destino o de un universo cabrón. No, no debería hablar así. No debería transmitirle toda mi frustración y cabreo a mi hija. Por ella y solo por ella, debería sonreír y tratar de estar bien. Ser más amable, decir menos tacos y no dejarme llevar por los impulsos, que no son más que el enemigo traidor del cabreo monumental que tengo en estos momentos. En todos y cada uno de los días de estos largos y penosos dos meses desde que murió el padre de mi hija.

—Te he preparado zumo de naranja y tortitas, ¿quieres?

April niega lentamente con la cabeza sin mirarme.

—Tienes que comer algo.

Ha perdido peso. Estoy empezándome a preocupar de verdad; quizá sí sería buena idea ir a visitar a un psicólogo tal y como me ha recomendado su tutora.

—¿Chocolate?

Ni con esas.

—¿Qué miras con tanta atención? ¿Tan fea me he levantado esta mañana que no eres capaz de mirarme? —pregunto riendo.

Tampoco funciona.

—¿Te ha mordido la lengua el gato?

Demasiado mayor para gilipolleces.

—Bueno, coge la mochila. Vamos al cole.

La miro mientras recoge sus cosas para ponernos en marcha. Llegamos tarde, pero da igual. Hace tiempo que April no se pone un vestido, ahora prefiere llevar tejanos y camisetas de algodón como todas las niñas de su edad. ¡Con lo que le gustaban los vestidos! Ahora no son más que un cúmulo de polvo y una atracción irresistible para las polillas que habitan secretamente en el armario. La última vez que la vi con un vestido fue en el funeral de su padre; a él le encantaban.

«Ya no es una niña —pienso—, al menos no es la misma que se levantó ese día pensando que papá aún existía en este mundo.»

Con la frustración marcada en la expresión de mi rostro, lanzo el zumo de naranja que le había preparado por el desagüe y las tortitas van directas a la basura. April sigue ignorándome, ya lista y esperando para salir.

El viento de noviembre golpea nuestro rostro nada más poner un pie en la calle. April se coloca bien el gorro e ignora mi mano. Ya no me da la mano. Caminamos a paso rápido cinco manzanas hasta llegar al colegio y, una vez allí, no me da un beso en la mejilla. Se limita a decirme adiós con la mano y a reunirse con Sam y Lucy para entrar juntas al colegio. Me fijo en cómo un niño de su edad la mira y ambos se sonríen mutuamente. Pienso, pienso, pienso. Pienso en cómo conocí a su padre.

Cuando April desaparece de mi vista, soy yo la que entra en el colegio justo cuando suena el timbre. Subo hasta dirección y toco dos veces a la puerta de la tutora de April, por si tengo suerte y aún la pillo dentro.

—Jean —me saluda con prisas—. ¿Hay algún problema?

—No, ninguno. Bueno, lo de siempre, Ingrid. Ya sabes. He venido para pedirte el número del psicólogo de la escuela.

—No creo que haga falta, Jean.

—Hasta hace dos días creías que sí.

—April necesita a su madre —dice sonriendo.

—Su madre siempre está ahí —respondo molesta.

—Lo sé, lo sé… También ha sido un golpe duro para ti, estoy convencida de que en cuanto tú lo superes, April también lo hará.

—Han pasado dos meses.

—¿Por qué no le cuentas la historia?

—¿El qué?

—Cómo conociste a su padre. ¿Alguna vez le has contado vuestra historia?

Nunca lo he hecho.

—Claro, mil veces.

—Entonces, invéntate algo. Algo que la motive a estar y a hablar contigo. Algo que le provoque curiosidad. Eres una persona muy creativa, Jean, a la vista está en tus cuadros. Inventa una historia y sorpréndela. Será una manera de estar unidas y superarlo juntas.

Me da una palmadita en el brazo, como disculpándose por la prisa que tiene de irse a clase con las manos cargadas de carpetas, libretas y folios, y desaparece pasillo abajo. Yo me quedo durante un rato quieta, pensando. Mi cabeza va a mil por hora cuando camino lenta y pesadamente por el pasillo del colegio. Me detengo frente a una vitrina con copas, medallas y fotografías de otros tiempos. En una de ellas aparezco yo veinti tantos años más joven junto al “equipo”; con un cabello rubio resplandeciente que ha dejado de existir, unas mejillas sonrosadas y acaloradas por haber terminado –y ganado– un partido de baloncesto y unas sonrisas, como el resto, que iluminan la cancha y le dicen al mundo:




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