Uno de los tres (algo para recordar)

Capítulo 3

CAPÍTULO 3

El mero hecho de que nos hayan repetido lo mismo una y otra vez, no lo convierte en algo verdadero.

AHORA

Con las manos metidas en los bolsillos de mi abrigo, espero a April en la salida del colegio. No vamos a ir a casa, hoy el frío no nos va a detener. La voy a llevar a un sitio que para mí es muy especial y espero que su dueño me recuerde como la “chiquita” –así era como me llamaba–, que pintaba cuadros y servía cafés.

—Jean, ¿qué tal? —me pregunta una voz femenina que distingo como la de Kate Sullivan, detrás de mí.

—Bien, Kate.

«No te voy a dar el gusto de decirte que estoy hecha una mierda y que mi hija no me mira y apenas me habla.»

—Poco a poco, Jean. Poco a poco.

Me mira con cara de pena. Odio esas caras, esos pucheros, esos gestos, ese consuelo. Lo odio todo de Kate Sullivan.

—Claro, Kate. Claro —digo en su mismo tono de voz.

Afortunadamente, su repelente hija Jennifer sale antes que April y se van, cogidas de la mano, en dirección a su apartamento de Upper East Side, mientras yo sigo esperando a mi hija.

Miro el reloj. Estoy empezando a impacientarme, puede que entre a ver qué pasa. Cuando doy un paso, veo a April acompañada de Ingrid, su tutora, con cara de pocos amigos. Ingrid sonríe con cara de circunstancias y me fijo en el bolsillo rasgado de la chaqueta de April y en su melena rubia despeinada.

—¿Qué ha pasado?

—Tranquila, Ingrid.

¿Tranquila? ¿Tranquila? ¿A mi hija se le está empezando a hinchar el labio y debo estar tranquila?

—Se ha peleado con Sarah, pero no pasa nada. No ha ido más allá de un golpe —trata de tranquilizarme la tutora, mientras April baja la mirada avergonzada.

—¿Por qué? —quiero saber, mirando el bolsillo rasgado de la chaqueta y el labio. ¿Un golpe? ¿Solo un golpe?

—Bueno… —empieza a decir Ingrid apenas en un murmullo—. Sarah le ha dicho que…

—¡Que papá no me quería! —exclama April de repente, con las mejillas encendidas y los ojos repletos de lágrimas. Sé que quiere abrazarme para sentirse protegida entre mis brazos, pero no lo hace. No sé por qué demonios no lo hace. Soy yo la que se acerca a ella y la arrimo a mí, pero me aparta cruelmente.

—Dale tiempo, Jean —me aconseja Ingrid, poniendo una mano sobre mi hombro.

Asiento sin saber qué más decir y decido que hoy lo mejor será volver a casa. No habrá sorpresa. Hoy, la chiquita, no volverá al bar donde servía café y soñaba con ser una gran artista exponiendo sus cuadros por todo el mundo.




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