Uno de los tres (algo para recordar)

Capítulo 4

CAPÍTULO 4

—¡Me has roto el corazón! —gritó entre lágrimas.

—Te lo has roto tú misma —dijo él con su característica indiferencia—, por esperar algo que sabías que no te podía dar.

ANTES

¿Quién no ha tenido uno de esos amores salvajes, fuertes e inolvidables que se te clavan en los más hondo del corazón? ¿Quién no ha pensado que se puede morir de tristeza cuando llega el momento de la despedida? ¿Quién no ha escuchado canciones de amor y ha pensado muy seriamente en cortarse las venas porque ese amor de verano no ha vuelto a dar señales de vida?

Al terminar la universidad, mi Jean del pasado, con solo veintitrés años y unas ganas enormes de comerse el mundo, se fue a Irlanda con sus mejores amigas: Kim y Bárbara. Kim era la típica “ratón de biblioteca” que se pasaba el día leyendo novelas de Danielle Steel; mientras que Bárbara era la típica devora hombres que con solo una mirada encendía los deseos más ocultos del sexo contrario. Nunca hacía nada, la pobre, pero ahí estaba, con sus vestidos ajustados de colores indescriptibles y unos pechos bien desarrollados que Kim y yo envidiábamos secretamente.

Sabíamos que en Irlanda siempre llovía. ¿Siempre? ¿También en agosto?

—Tendríamos que haber ido a Cuba, maldita sea —refunfuñó Bárbara, con su maleta color fucsia a cuestas por los senderos de tierra y piedrecitas de la Irlanda rural—. Vamos a volver más blancas de lo que estamos siempre a Nueva York. ¡Qué vergüenza!

Kim, ajena a las blasfemias de Bárbara, tenía los ojos enganchados al mapa de Inistioge, el pueblecito irlandés que habíamos elegido porque era el que mejor de precio estaba y porque desde la oficina de turismo de Nueva York nos prometieron que era un lugar idílico y muy romántico, ubicado en un río entre colinas al sur de Irlanda. Que había bosques, que los jardines del viejo Woodstock Estate eran una maravilla, así como las ruinas de los antiguos castillos que se empeñaban en sobrevivir al paso del tiempo en sus colinas. También nos prometieron que la gastronomía era exquisita y que incluso había pubs locales. Creo que Bárbara solo escuchó esto último: pubs locales. El resto le dio igual.

—Creo que nos hemos equivocado, chicas —murmuró Kim frunciendo el ceño.

—¿Que nos hemos equivocado? ¿Que nos hemos equivocado? ¡Maldita sea, dame el puto mapa! —gritó Bárbara, arrebatándole el mapa a la pobre Kim que, ajustándose las gafas, empezó a mostrar un pequeño temblor en el mentón ocasionado por los nervios y el mal humor de la “calienta hornos”—. Ya os dije que tendríamos que haberle dicho al taxista que nos dejara hasta la puerta del hostal en vez de querer ir caminando para contemplar el bello paisaje —se rio, irónicamente, imitando la voz de Kim y la mía.

Mientras Bárbara le echaba un vistazo al mapa, Kim y yo nos apoyamos en una de las piedras que había en el sendero, mirando absortas el paisaje. El cielo estaba nublado y a lo lejos solo se veían montañas, amplios campos verdes y árboles, muchos árboles. Un paisaje muy distinto al de Nueva York, siempre con su cielo contaminado y sus altos rascacielos; calles repletas de coches y gente malhumorada con prisas y estrés. Kim y yo respiramos muy profundo al mismo tiempo, y nos miramos con una sonrisa. Paz. En ese lugar solo había paz, a pesar de los tacos ininteligibles que estaba soltando Bárbara por la boca.

—Según esto —dijo Bárbara, sin dejar de mirar el mapa—, tenemos que llegar hasta la iglesia de Santa María situada en el centro del pueblo, ir recto y girar la primera callejuela a la derecha. ¿Sabéis qué hemos hecho? ¡Ir en la dirección contraria, idiotas!

Nadie en sus cabales soportaría a una amiga como Bárbara. Kim y yo, amigas desde que teníamos uso de razón, la acogimos en nuestro equipo de dos, porque ni siquiera las que eran como Bárbara la soportaban. Y ahí estábamos, tan diferentes a ella, aguantando sus quejas, insultos y lamentos, por el mero hecho de ser idiotas. Y buenas. Demasiado buenas.

—Muy bien —dije yo—, pues vamos a seguir disfrutando del paisaje. Bárbara, deberías haberte puesto un zapato más cómodo, ¿verdad? ¿Qué opinas?

—Déjame en paz.

Media hora más tarde, el tacón de nuestra amiga se rompió. Cuando pasamos por la iglesia Santa María construida en el siglo XIII y situada tal y como había dicho Bárbara, en el centro del pueblo, Kim y yo nos detuvimos no solo a descansar un poco, sino a contemplar las ruinas de una gran casa de comercio. Cuando atravesamos una plaza arbolada, Bárbara, caminando a pata coja, volvió a gritarnos.

—¡Venga! ¡Es para hoy, chicas! ¡Quiero tirar estos putos zapatos y ponerme las converse del demonio!

Un par de ancianos se giraron para mirar a Bárbara, hicieron aspavientos con las manos y negaron para sí mismos. Un grupo de niños se rieron de ella. Y Kim y yo no pudimos hacer otra cosa que imitarlos.

—¿Y encima os reís? ¿Encima? Cuba —repitió—. Tendríamos que haber ido a Cuba.

Al fin llegamos al hostal y cuando Bárbara vio nuestra habitación repleta de rosarios y cuadros de vírgenes, se sentó abatida en la ruidosa y vieja cama de muelles centenarios y miró su zapato de tacón con nostalgia por haber vivido tiempos mejores con él. Lo lanzó contra la pared de piedra, tiró uno de los cuadros de una virgen al suelo dejándolo hecho añicos y tras el susto inicial, Kim y yo volvimos a reírnos de Bárbara. Ella, al fin, se unió a nuestras risas.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.