Uno de los tres (algo para recordar)

Capítulo 6

CAPÍTULO 6

El error es mirar lo de ayer con ojos de hoy.

Querer que las cosas vuelvan a ser igual cuando tú ya no eres el mismo, como si se pudieran reciclar los suspiros o dar un mismo beso por segunda vez.

Los mudos no gritan, los sordos no ven la música, con las cinco letras que se escribe tarde no puedes escribir ahora. El amor que fue, ese ya nunca vuelve.

ANTES

Por mucho que durante las siguientes noches volviéramos al pub, no volví a ver al chico. Bárbara había empezado uno de esos tórridos y apasionados amores de verano con el tío “más alto, más cachas y más guapo”; cómo le ponía que tuviera gran parte de su cuerpo tatuado y que estuviera cerca de los treinta años. Kim terminó el libro “El fantasma” de Danielle Steel, y se sentía incompleta al ser incapaz de engancharse a otra de las historias de los múltiples libros que había traído en su equipaje.

Nos aprendimos de memoria los alrededores de Inistioge; los caminos de hierba a la orilla del río y los bosques y los jardines del viejo Woodstock Estate desde cuya colina había las mejores vistas al valle. Nos fuimos de excursión a Kilkenny, cuyas serpenteantes callejuelas te hacían creer que habías viajado en el tiempo y nos convertimos en clientas asiduas del Circle of Friends, un café de día y restaurante de noche, ubicado en una casa antigua cuyas paredes presumían de tener cientos de historias que contar y donde preparaban el mejor y más estimulante café.

A solo una semana de volver a Nueva York y con la certeza de que no volvería a ver al “chico de los ojos verdes” tal y como lo había apodado, Kim se puso enferma y Bárbara, como siempre, estaba desaparecida en combate. No me quedó más remedio que salir sola a dar un paseo, no sin antes asegurarme de que mi amiga estuviera bien.

—¿Seguro?

—Sí, algo me habrá sentado mal. Además me ha venido la menstruación —se quejaba Kim, retorciéndose de dolor en la cama—. Vete. Vete y pásalo bien.

Fue uno de los pocos días en los que resplandeció el sol en Inistioge. Me senté a orillas del río a relajarme y, con la única intención de escuchar el murmullo del viento y observar el romántico paisaje anti estrés, no hubiera imaginado nunca que “el chico de los ojos verdes” andaba por ahí en bicicleta y al verme, decidió sentarse a mi lado y conocerme.

—Te vi en el pub. Aquella noche.

Fueron sus primeras palabras hacia mí.

—Me llamo Tom.

—Jean —respondí, tratando de evitar el tartamudeo que se me presentaba cuando estaba ante un chico que me gustaba.

—No te he vuelto a ver por el pub.

—Yo he vuelto cada noche.

—Ya… —Frunció el ceño y apartó un mechón de la frente—. ¿De dónde eres?

—De Nueva York.

—¡Nueva York! Uau…

—¿Y tú? —quise saber.

—Londres. Aquí al lado.

No tenía los ojos verdes. Bueno, sí, un poco. Era una mezcla entre verde, azul y un poco de amarillo alrededor de la pupila. No podía dejar de mirar esos ojos.

—Hemos estado unos días en Dublín, por eso no nos hemos vuelto a ver. Esto es demasiado tranquilo para nosotros, ¿sabes? Pero no he dejado de pensar en ti. En la noche en la que te vi y en lo idiota que fui por no haberme acercado a hablar contigo.

«Eso se lo dice a todas, Jean. No seas imbécil», me dijo una voz.

«¡Qué bonito!», me dijo otra voz, más romántica y confiada.

¿A cuál de las dos iba a creer?

«¡Por el amor de Dios, Jean! ¡Estupideces! —intervino otra voz, más parecida a la de mamá—. Este chico vive en Londres, tú en Nueva York. Solo te queda una semana en este idílico lugar; luego te irás y él también. Fin de la historia.»

«¿Y si no es así? —empezó a decir la vocecilla romántica, adicta a las novelas de Danielle Steel—. ¿Y si nos enamoramos y acabamos los dos en Nueva York, teniendo cinco hijos y siendo un matrimonio feliz?»

«Por el amor de Dios, Jean. ¿Aún creemos en esos finales estúpidamente felices?», se pregunta la voz cabrona.

«¿Sabes qué? Saborea el momento y disfrútalo. Vive el hoy y no tengas miedo del mañana. Bésalo.»

«¡¿Estás loca?!», le grité yo sonrojada.

—¿En qué piensas? ¿He dicho algo malo? —preguntó Tom.

—¿Eh? No, no. Nada, solo que… —«No, Jean. Por lo que más quieras no empieces a tartamudear. No ahora»—. Bueno, yo… Emmm… me tengo que ir.

Me fui corriendo y dejé a Tom allí, solo, sentado sobre el césped mirándome atónito. Solo.

¿Cuántas veces me arrepentí de eso? Ninguna, porque lo que vino después fue mucho mejor.




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