CAPÍTULO 7
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¿Hace cuántas vidas te habré elegido, que hoy sigo mirándote como si antes ya hubiera estado contigo?
AHORA
Haber hablado un ratito por teléfono con Kim me ha ido bien. Hemos rememorado nuestro viaje a Irlanda, su gastroenteritis, las locuras de Bárbara con el tatuado como cuando marcaron sus iniciales en una de las piedras milenarias de las ruinas de un castillo y casi los detienen por delincuentes callejeros y, sobre todo, hemos hablado de él. De Tom. El “chico de los ojos verdes”. Aquel chico que me destrozó el corazón.
—¡April! ¡April! —la llamo.
No responde. Ya estoy empezándome a acostumbrar. Dejo su chaqueta con el bolsillo cosido en el perchero del recibidor y recorro el pasillo a paso rápido hasta plantarme frente a la puerta de su habitación. Antes, cuando su padre y yo nos mudamos a este apartamento del Soho, era el llamado “cuarto del arte”. Lo suficientemente espacioso y con buenas vistas a la ciudad para que yo me inspirara y creara obras de arte que finalmente no recorrieron el mundo, pero sí varias galerías neoyorquinas con éxito y otorgándome un buen nombre en la ciudad. La gente compraba mis obras y gracias a eso, cuando nació April y decidimos que esta sería su habitación, pude alquilar un estudio a dos calles de casa para ir a trabajar. Me hacía sentir una persona un poco más normal que si me tuviera que quedar en casa trabajando como hacía, por ejemplo, Kim. Kim se pasaba el día en pijama bebiendo litros de café y alimentándose a base de pizza y comida pre-congelada mientras escribía historias de amor que ella, por comodidad, timidez o rutina, no había experimentado y no tenía ganas de experimentar. Cuántas veces le había dicho que se estaba perdiendo todo un mundo fuera mientras ella no podía apartar la vista de un libro o de la pantalla con un folio en blanco de su ordenador. Y cuántas cosas me estaba perdiendo yo, por no querer aceptar que él ya no estaba con nosotras.
—April, ¿puedo entrar?
Como no obtengo respuesta, decido, no sin cierto miedo, girar el pomo de la puerta y entrar en el dormitorio de mi hija. La veo tumbada en la cama boca arriba con unos cascos puestos y la mirada fija en el techo donde ha colocado una foto de grandes dimensiones de su padre y ella cuando tenía dos años. Qué tiempos aquellos. Muy felices, sí. Muy felices.
No se ha dado cuenta que llevo dos minutos mirándola. Me pregunto qué música estará escuchando. Cuando me acerco un poco a la cama, me mira con indiferencia y yo, con un gesto, le digo que se quite los cascos de los oídos.
—¿Te gustaría escuchar una historia, April? —le pregunto, teniendo muy claro lo que quiero hacer. Siendo original, tal y como me ha recomendado Ingrid.
—No.
—Venga, April… será divertido.
—Déjame en paz, mamá.
Dios. Ha llegado esa odiada frase por las madres. «Déjame en paz, mamá». No me resulta rara, solo que pensaba que tardaría más en llegar. Estaba preparada para escucharla cuando April tuviera doce, trece, catorce o quince años, pero no con ocho. No, no lo puedo consentir. Con ocho años no. Si me dice esto con ocho años, ¿qué me dirá con catorce?
—Ni se te ocurra hablarme así, April.
—¡Que me dejes tranquila! ¡Tranquila!
Mi mano va sola y le da un bofetón que ella, con la expresión del rostro llena de rabia, se contiene en no devolverme. ¿Eso le ha hecho a Sarah? ¿La ha pegado?
—¡Vete! —grita—. ¡Ojalá fueras tú la que estuviera muerta y no papá! ¡Vete!
Ahora la que llora soy yo.
«Ojalá fueras tú la que estuviera muerta y no papá.»
Esas palabras se me clavan en lo más hondo de mi ser. No las voy a superar jamás, dice la parte melodramática de mí. Y sin embargo, hay una parte en mí más valiente y coherente, que entiende la rabia y la frustración de una pequeña de ocho años que adoraba a su padre y que la vida, la muerte o lo que sea, se lo han arrebatado sin preguntarle. Sin querer saber su opinión.
Camino despacio hasta la puerta. Cuando me giro, por si April quiere pedirme perdón o venir corriendo a abrazarme, me doy cuenta que vuelve a estar inmersa en su mundo. Auriculares puestos y foto de papá en el techo. Las lágrimas siguen recorriendo sus mejillas, pero no piensa en mí y parece no arrepentirse de lo que me acaba de decir.
Me prometo a mí misma que olvidaré este episodio de mi mente. Tal vez hoy no, pero mañana. O pasado mañana… o quizá dentro de un mes. Lo olvidaremos todo y volveremos a ser las de antes; un poco más viejas, un poco más sabias. Con lecciones aprendidas y errores que es mejor recordar para no volverlos a cometer.
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Editado: 11.10.2024