Uno de los tres (algo para recordar)

Capítulo 8

CAPÍTULO 8

He aprendido que los amores pueden llegar por sorpresa o terminar en una noche. Que grandes amigos pueden volverse grandes desconocidos y, que por el contrario, un desconocido puede volverse alguien inseparable. Que el “nunca más”, nunca se cumple, y que el “para siempre”, siempre termina.

Que el que quiere, lo puede, lo sigue, lo logra y lo consigue.

Que el que arriesga no pierde nada, y el que no arriesga, no gana.

Que si quieres ver a una persona, búscala, mañana será tarde. Que el sentir dolor es inevitable, pero sufrir es opcional. Y sobre todo he aprendido que no sirve de nada seguir negando lo evidente.

ANTES

Cuando le conté a Kim lo que había acabado de hacer, lo primero que me dijo fue:

—No te reconozco. Siempre has sido tan segura de ti misma… Aunque empieces a tartamudear y esas cosas, si siempre he admirado algo de ti es que tienes las cosas muy claras, Jean. Mira con Dave, lo mal que se portó y…

—¿Mal? —la interrumpí—. Se portó como un cabrón.

Dave fue mi primer beso. El niño de la guardería que me hacía putadas cada dos por tres; que lo más bonito que me había dicho era: “Culo cara pedo” y que a los doce años me había dado un beso en los morros cuando estábamos sentados en el banco de un parte junto a otros amigos de clase. El que a los catorce me pidió ser su novia; con el que bailé en la fiesta de final de curso y con el que, a pesar de ir a universidades distintas, continuamos saliendo porque “así debía de ser” y porque a su madre le caía muy bien. El que luego, al terminar la universidad hace unos meses, me dijo:

—Jean… Jean, mi dulce Jeanny… la de años que hemos estado juntos, ¿verdad? Y qué bonito ha sido todo.

Mi mente, de inmediato, se puso en modo: «Alarma.»

—Pero hasta aquí hemos llegado.

El imbécil de Dave ya le había puesto un anillo en el dedo de una tal Ashley Cooper a la que no he llegado a conocer nunca pero con la que sí he compartido babas sin saberlo durante un tiempo. No pasó nada del otro mundo; Dave era un tipo vulgar y sin inquietudes. No era mi mejor amigo, tampoco ha sido nunca un gran amante y, todo sea dicho de paso y sin despecho alguno, ni siquiera besaba bien. No sentía nada hacia él; no me deprimí ni creí que mi mundo terminaría y ni siquiera derramé una lágrima. Recuerdo que Kim me miraba como si fuera su heroína y yo, feliz, me quedé con eso.

—Que sepas —empezó a decir incorporándose y levantándose de la cama con la mano puesta en la barriga—, que esta noche vamos a ir al pub. Tú y yo, sin Bárbara. Por cierto, ¿dónde está Bárbara?

No lo sabíamos. Pero sí, ese fue el momento en el que grababa en una piedra histórica la inicial de su nombre junto con la del tío tatuado.

—Bueno, da igual. Que me voy al WC y luego ya si eso, nos ponemos monas, ¿vale?

Prefiero olvidar el olor que desprendió ese pobre cuarto de baño cuando Kim salió. Creo que desde ese momento, mi sentido olfativo se atrofió.

Esa noche cogí uno de los vestidos de Bárbara. Porque no estaba y porque me lo podía permitir. Cuando volviera, si es que volvía, y me pillaba, ya le daría explicaciones. Lloraría y le suplicaría que me perdonase si hiciera falta. Aún no sabíamos en qué problemas estaba metida con el tío tatuado, declarando en la pequeña oficina del sheriff del condado, que pensaban que la piedra que estaban agujereando era común y no histórica.

—Te sienta mejor a ti que a ella, Jean —me alentó Kim mirándome de arriba abajo.

—¿Sí? ¿Tú crees?

Yo solo veía un palo metido en un vestido ajustado apto para mujeres con curvas, algo que yo, por aquel entonces, no tenía.

—¿No me va muy grande?

—Un poco, pero te queda bien.

No confiéis nunca en alguien que te quiere y te ve con buenos ojos. No ven la realidad; el espejo, sin embargo, sí te muestra que algo no funciona. Los espejos no mienten, solo los de las tiendas de ropa, para incitarte a comprar.

Dos horas más tarde, Kim con un zumo de piña y yo con una cerveza que en realidad no me gustaba, estábamos en el animado pub. Junto a la barra, Kim con retorcijones yendo al mugriento cuarto de baño cada dos por tres y yo, con un brazo en jarra y el otro apoyado para poder sostenerme en los zapatos de tacón de Bárbara, esperábamos a que en cualquier momento Tom apareciera por allí con sus amigos. Se hizo de rogar, pero al fin, apareció. Mucho más guapo que por la tarde, entró buscando algo o a alguien y yo traté de guardar mi emoción al comprobar que se trataba de mí, cuando vino caminando hasta la barra y, con una sonrisa pícara y disimulando, se situó a mi lado.

—Jean, la chica que me ha dejado plantado esta tarde… —murmuró.

Kim nos miró a los dos. Se puso la mano en la boca, dejó el zumo de piña en la barra y se fue corriendo al cuarto de baño.

—¿Le pasa algo a tu amiga?

—No vayas al baño… por si acaso.

—Vaya. ¿Te cuento un secreto?

Se acercó a mí, pegó sus labios a mi oreja y mientras mi piel reaccionó poniéndose de gallina me dijo:




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