Uno de los tres (algo para recordar)

Capítulo 9

CAPÍTULO 9

En realidad nunca crecemos, solo aprendemos a actuar en público.

UN MES MÁS TARDE

AHORA

Me temo que estas navidades no serán felices. Puede que celebremos nochebuena en casa de mis padres; puede incluso que a April le apetezca colocar un árbol de navidad en el salón con su correspondiente estrella, pero él ya no estará para subirla a lo alto y colocar la “guinda del pastel”. No estoy segura de nada, porque April sigue estando encerrada en sí misma. Se coloca los cascos, algo más típico de adolescente que de una niña de casi nueve años y desaparece; se olvida del mundo. Piensa en él. Mira la fotografía. Y yo, cuando ella está en el colegio, hago lo mismo. Me tumbo en su cama infantil, encima de la colcha de flores y mariposas de color rosa, y miro la fotografía que hay pegada en el techo. Me pregunto cómo demonios ha conseguido engancharla ahí. Miro fijamente los ojos rasgados del padre de April, los más bonitos del mundo; cómo su sonrisa lo ilumina todo y lo protector que es con su pequeña, rodeándola con los brazos. Siento unos repentinos celos incontrolables; aún no he podido olvidar las duras palabras de mi hija. Ojalá hubiera sido yo quien hubiera muerto y no él. Me pregunto cómo sería la vida de April si yo no estuviera y cómo sería la vida de papá. Qué hubiera hecho él en mi lugar. ¿Me echarían de menos? ¿O solo soy una figurante dentro de esta función y, a pesar de ser la madre, no pinto nada en todo esto? ¿Le hubiera dicho también a su padre que ojalá hubiese muerto él en vez de yo? Dudo que así fuera. Ella nunca le diría algo así a su padre.

Fuimos al psicólogo en un par de ocasiones, pero April me amenazó. Me dijo que si le hacía soportar una tarde más junto a ese depravado y loco mental, se tiraba por la ventana. Yo, asustada, y en plena crisis nerviosa por la gravedad de sus palabras, se lo dije al psicólogo y a Ingrid. Ellos me tranquilizaron, me dijeron que era normal, que era… ¿cómo dijeron? Típica reacción ante la muerte de un padre. Algo así. Pero lo cierto es que yo no lo veo normal y cada vez me da más miedo que April pueda cometer una estupidez. Una grave estupidez. Mi cabeza se llena de ideas horribles: me la imagino en situaciones gravísimas como muerta en la bañera electrocutada, que coja algunas de mis pastillas para dormir y se las meta todas de golpe o que un día desaparezca, se pierda, la rapten… y no la vuelva a ver más.

—Se me había ocurrido —le digo a Kim, con quien estoy tomando un café—, contarle cómo conocí a su padre.

—¿Cómo la serie “¿Cómo conocí a vuestra madre”?

—Más o menos —rio.

—Recuerdo que cuando lo conociste había alguien más, ¿verdad?

—Tres —recuerdo yo—. Eran tres y solo uno de los tres es el padre de April.

—Qué pena que lo vuestro no fuera bien. Parecíais estar hechos el uno para el otro.

Eso era lo que decía todo el mundo. A ambos nos gustaba la navidad y el invierno por el simple hecho de poder llevar gorros de lana y no parecer idiotas. Nos encantaban los abrigos, las fundas nórdicas y los cojines. Nos gustaba ir al cine a ver un bodrio de película y observar a la gente en vez de enterarnos de qué iba la historia o qué hacían los pobres protagonistas con personajes infames. Éramos unos apasionados de caminar descalzos en verano y contemplar el atardecer desde la playa, la montaña o, simplemente, empaparnos bajo una tormenta de verano. Nos gustaba mirar las estrellas en silencio. Pero también nos gustaba hablar; decir cosas absurdas y darnos cuenta que sí, que la gente tenía razón, que estábamos hechos el uno para el otro. Me gustaba sentir su mano en mi espalda y él nunca decía que no cuando le pedía un masaje en los pies después de un día agotador. Siempre me miraba fijamente a los ojos y, en plan broma, al escote. Cuando sonreía se le formaban unos hoyuelos en la mejilla bajo su barba de tres o cuatro días encantadora y el mejor momento del día era cuando él llegaba, me guiñaba un ojo y me susurraba muy bajito al oído:

—Jean, ¿ves el cielo? —Nunca me daba tiempo a responder—. ¿Te hiciste daño cuando te caíste? —Y entonces me reía durante media hora, le decía que era muy bobo y nos tumbábamos en el sofá para disfrutar del placer de no hacer nada.

—¿Jean? ¿Jean? ¡Vuelve, Jean!

—El uno para el otro, ya. —Sonrío tristemente y Kim acaricia mi mano en silencio y sin decirme: «Todo pasará. El tiempo lo cura todo. Tranquila…», etc, etc, etc… Sabe que estoy cansada de toda esa palabrería; de la lástima de la gente y los pucheros o los «Ohhhh» de la otra. Kim lo sabe todo de mí.

—Es genial lo que tienes pensado para April. Cuéntale esa historia aunque lleve los cascos puestos y no te escuche. Tú simplemente, habla. Habla y no esperes nada. Puede que le interese adivinar cuándo estás hablando de su padre.

—Es curioso que al separarnos pareciera que seguíamos juntos, ¿sabes? —pienso—. April solo tenía tres años y cada vez discutíamos más… luego, cuando firmamos los papeles del divorcio, los gritos desaparecieron y volvimos a ser él y yo pero sin masajes en los pies, besos o palabras bobas y bonitas. —Kim asiente, sabiendo que necesito desahogarme—. No rehicimos la vida con nadie, al menos yo y él, si tuvo pareja o algún lío nunca me lo contó. Cuando me enteré de lo del golpe en la cancha, no me lo podía creer. Le encantaba el baloncesto, como a mí. Él también había ganado varios partidos con su equipo y va y precisamente, tiene que ser una pelota de baloncesto la que le provoque un golpe tan fuerte en la cabeza que…




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