Uno de los tres (algo para recordar)

Capítulo 10

CAPÍTULO 10

Me tienes en tus manos y me lees lo mismo que un libro.

Sabes lo que yo ignoro y me dices las cosas que no me digo.

Jaime Sabines

AHORA

Debo tener muy mal aspecto para que April, al fin, me coja la mano cuando salimos del colegio. Me ha mirado y, sin necesidad de palabras, me ha dado la mano. No sé qué es lo que ha cambiado tan de repente, pero me dijeron que podía ocurrir.

—El día menos pensado cambiará de actitud. Saldrá de esta y, a su vez, tratará de hacerte sentir mejor a ti —me dijo el psicólogo—. Es una buena niña.

«Es una buena niña», eso era lo que siempre decía su padre.

Tengo los ojos rojos de tanto llorar. Maldigo el balón de baloncesto y al crío de quince años que se lo lanzó sin querer. Maldigo que mi ex estuviera ahí precisamente en esos momentos y en la mala suerte que tuvo. Rezo en un Dios en el que no creo para que me alivie este dolor. Un dolor que comparto con mi hija y que hoy, puede que se obre el milagro –en el que tampoco creo–. Él sí creía en los milagros, en las cosas alucinantes que le pueden ocurrir a personas normales y corrientes. Solía decir:

—Si deseas algo con mucha mucha fuerza, el universo conspira para que se realice.

Yo me reía de él y le preguntaba de qué página de internet lo había sacado. Entonces se encogía de hombros, sonreía y me abrazaba. Siempre me abrazaba. Me encantaban sus abrazos.

—¿Qué hay para merendar hoy? —pregunta April entrando en casa.

Su pregunta me confunde. Hace dos meses que he dejado de preparar meriendas porque siempre dice que no tiene hambre. La cena ya no la hago con gusto, nunca la termina. Me he convertido en una madre horrible a la que parece no preocuparle la buena alimentación de su hija y entonces, me digo, ¿por qué no llevarla a ese lugar en el que yo solo era una chiquita que servía cafés a merendar? ¿Hoy puede ser el día? ¡Hoy es el día! Le sonrío, y con un gesto le indico que salga al rellano. No nos vamos a quedar en casa, hoy no. Hoy vamos a salir a merendar a un sitio genial.

—¿Adónde vamos? —quiere saber curiosa. Me sonríe. No me lo puedo creer. Esto no está pasando.

«Si deseas algo con mucha fuerza, el universo conspira para que se realice», le oigo decir. He deseado este momento desde que él se fue. Aunque no creo que él deseara que un adolescente le lanzara un pesado balón de baloncesto a la cabeza y lo matara al momento. Y sucedió. Las cosas malas suceden. Pero las buenas también pueden ocurrir.

—Es sorpresa —le respondo, devolviéndole la sonrisa y guiñándole un ojo como él hacía.

Caminamos media hora hasta llegar al East Village y nos detenemos frente a una de las cafeterías que se encuentran al lado del parque Tompkins por el que solía pasear con mi ex antes de casarnos y tener a April. Nada parece haber cambiado; me siento como si volviera a tener veintitrés años y estuviera otra vez en mi primer día de trabajo. Aterrada, el primer día resultó desastrosa. Se me cayeron diez tazas de café encima de los pobres clientes y otras tantas al suelo. El jefe, que creo que me llamaba “la chiquita” porque nunca recordaba mi nombre, se ganó el cielo. Al final de la jornada me dijo:

—Tenemos que hablar.

Creí que me despediría.

—Lo has hecho fatal, chiquita. Pero todos tenemos que aprender. Mañana podré estar más pendiente de ti, te convertiré en la experta de los cafés.

Y así fue, solo que menos tiempo del previsto. Estuve trabajando en el café un año y medio; lo compaginaba con los cuadros que iba pintando por las noches en el pequeño cuchitril en el que vivía con Kim cerca de los jardines de Sunnyside. Una galería se interesó, después vino otra y otra y otra… Y el jefe se quedó sin su “chiquita”. El día que me despedí lloró. Solo rezo para que el interior tampoco haya cambiado y para que el “jefe” siga en la barra como si me hubiera estado esperando desde entonces.

—¿Entramos?

—Claro —responde April.

Miro a mi alrededor y respiro aliviada al ver al “jefe” de siempre tras la barra preparando café. Hay varios clientes en las mesas; los cuadros de la ciudad de Nueva York de principios del siglo XIX siguen colgados en las paredes de color crema; el suelo de madera vieja está resplandeciente, lo cual me indica, que el jefe sigue teniendo sus manías. Me acerco a la barra y espero a que se dé la vuelta sin permitir que una joven camarera me atienda ella primero. Cuando el “jefe”, de nombre Jerry, se da la vuelta, me mira con sorpresa. Abre los ojos, también la boca, mueve de un lado hacia el otro su inconfundible mostacho blanco y abre los brazos regordetes.

—¡Jean! —exclama, dejándome sorprendida—. ¡La chiquita! —Eso está mejor, pienso, sonriéndole—. ¡Maggie! Prepara una de esas crepes de chocolate que hoy tenemos dos clientas muy especiales.

Los clientes se dan la vuelta para mirarme, April y yo nos sonrojamos y acompañadas de Jerry, nos acomodamos en una de las mesas redondas al fondo. Estamos rodeadas de caballos de madera, una de las pasiones del jefe, que se sienta con nosotras agradecido por nuestra presencia.

—Quince años sin verte, chiquita —suspira—. ¿Qué ha sido de tu vida? Veo que tienes una niñita preciosa.




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